Cuadros involuntarios de una exposición sin alma
Varios
proyectos se proponen que la inteligencia artificial produzca obras de
arte, pero en la letra chica parece bastante claro que todavía no se
preguntaron qué es el arte
Sábado 08 de octubre de 2016 Ariel Torres/La Nación
Estos
días se ha hablado bastante de la posibilidad de que la inteligencia
artificial cree arte en algún momento del futuro. Google, en particular,
y su proyecto Magenta, estuvieron en los titulares. Hay otros, sin
embargo.
Arte. Menuda misión se fueron a buscar. Cuando se lee la
letra chica de estos proyectos surgen varias confusiones bastante
burdas. Por ejemplo, que la obra de arte es algo bello. ¿En serio?
¿Según el criterio estético de quién? Así, a bocajarro, les diría que le
echen un vistazo a Arte y Poesía, de Martin Heidegger. No es un texto largo.
Cerebro, mente, alma, cuerpo
En
todo caso, ¿pueden las máquinas crear arte? Bueno, depende de a qué
llamemos arte. Si decidimos que es el producto de una serie de procesos
cerebrales, entonces sí. El arte sería, en ese escenario, el resulto de
mecanismos eléctricos y químicos en el cerebro del artista. Los Neurotransmisores de Van Gogh, ponele. Lindo nombre para una banda.
Si
decidimos, en cambio, que el arte es obra de la mente del artista,
entonces ahí la cosa se complica un poquito más. Pero no mucho. Mal o
bien, desde Marvin Minsky para acá, hemos ido tomándoles la mano a los
procesos mentales. Pero, ¿es el arte algo mental? Para mí, escribir es
algo que se hace con todo el cuerpo, como la danza. Estoy seguro de que
músicos, escultores y pintores coincidirán en que la mente sola no
alcanza. ¿Fotógrafos, arquitectos? Tengo la sensación de que también.
De momento, las máquinas no tienen un cuerpo. Tienen hardware. No es lo mismo.
Aun
si con la mente fuera suficiente, aparece todavía otro obstáculo. El
que una máquina pueda reproducir mediante algoritmos la cadena de
eventos que conduce a una obra de arte no significa que esté haciendo
arte. Eso es simular el hacer arte. Tchaikowsky no estaba siguiendo una
serie de algoritmos cuando creó su dolorosa Sexta Sinfonía, llamada Patética.
De hecho, según algunas interpretaciones, estaba escribiendo un réquiem
para sí; nueve días después del estreno, el compositor falleció.
Todavía no sabemos de qué. Algunos sugieren que fue suicidio.
Quizás
alguna vez la simulación del arte se convierta en una forma de arte, es
posible. Pero, aparte de que hay una diferencia significativa entre
"arte" y "una forma de arte", la simulación puede conducir a paradojas.
Como ocurre con la consciencia, que si se la simula entonces no es
consciencia verdadera. Porque si fuera una consciencia verdadera,
entonces se daría cuenta de que es una simulación y dejaría de ser una
simulación.
Aparte de la química cerebral, la mente y el cuerpo,
en la creación del arte se involucra un factor aun más inasible: el
alma. Con el alma no sólo nos rehuye la definición, sino la definición
de la definición. Lo único que sabemos del alma es que no podemos
pasarla por alto, que su relación con el arte es directa y que su
radiación disuelve todos los algoritmos.
Otra cosa, no menor: ¿es
posible crear arte sin la intención de crear arte? De ser así, habría
que empezar a sumar a la lista de autores a los árboles, el musgo, las
montañas, los tigres, las aves y las galaxias. Por supuesto, y esto es
más o menos obvio, una de las condiciones para que una obra sea arte es
que el artista haya tenido la intención de hacer arte. Incluso la
escritura automática tiene la intención de dar origen a una pieza de
arte. Pues bien, una de las limitaciones de las máquinas es que no
tienen intención de hacer lo que hacen. No por ahora, al menos. Si
alguna vez logramos que tengan ganas de hacer algo, veremos si se les da
por el arte. Por ahí prefieren las palabras cruzadas.
Pero
supongamos que sí, que un día el software no se inicie, sino que
despierte y se diga: soy una máquina -esta máquina- y quiero crear una
obra de arte. Entonces, y sólo entonces, podremos decir que la
inteligencia artificial reúne las condiciones mínimas para el arte.
Veremos luego cómo maneja la frustración, cuando se de cuenta de que no
alcanza con las ganas, que hace falta también talento, inspiración y una
cosa más, quizá la más peliaguda.
Desde el abismo
¿De dónde nace una obra de arte? Como escribió el sábado pasado Héctor Guyot,
"la poesía es, si se quiere, la comunicación entre dos abismos, el del
poeta y el del lector." Nada más cierto. ¿Y cuál es el abismo de la
máquina? Olvídense. Si quisiéramos darle uno, necesitaríamos
programárselo. Un abismo de cotillón.
Viceversa, y aunque
constituye un océano de misterios, sabemos algunas cosas acerca de
nuestra naturaleza desgarrada. La muerte allá adelante, por ejemplo, es
uno de los arquitrabes de la condición humana. O tal vez una cornisa,
quién sabe. ¿Mueren las máquinas? ¿Saben que van a morir? Sólo HAL 9000
sintió ese pánico.
El tiempo también forma parte de nuestro
abismo. Y las emociones, que se nos imponen. Los impulsos más
primitivos. La pasión, los deseos, el dolor físico, el sufrimiento
psíquico, el placer y la esquiva felicidad. El entusiasmo, que en griego
significa "poseído por los dioses", es decir, "loco". Nuestros
fantasmas, nuestras imágenes primigenias, que no recordamos pero que nos
trazarán férreos carriles hasta el final. Todo eso constituye la
almáciga donde germina la obra de arte. Nuestros sueños, también.
¿Sueñan las computadoras con ovejas eléctricas? No duermen siquiera.
Las
máquinas carecen de todas estas honduras. Y el abismo es menester,
porque al revés de lo que parecen creer los gestores del arte
artificial, el artista es ese integrante de la sociedad humana que se
atreve a sumergirse, qué digo, a hundirse en su propia Estigia para
buscar la obra. El viaje es aterrador, enajenante, supremo y dichoso,
todo a la vez. El creador es el sujeto que no puede dejar de mirar lo
que la mayoría de nosotros no se atreve siquiera a atisbar. La excursión
conduce, además, a una metamorfosis. El artista no es el mismo luego de
dar a luz una estrofa, una novela, una sinfonía, un cuadro, una
escultura.
Algunos primates han logrado trazar bonitas manchas
sobre hojas de papel, y no pocos humanos han sentido la tentación de
llamar arte a esos garabatos. No me parece que sea así. Pero, comparado
con una computadora, un chimpancé está a sólo un palmo de distancia de
Da Vinci. Al menos se entretiene con la experiencia. La máquina, ni eso.
El otro
En
la pretensión -ingenua, para nada malintencionada- de que las
computadoras engendren arte hay, además, unos cuantos problemitas de
concepto. El proyecto Figure8 (que suena como "figurate" en inglés, en
relación con el lenguaje figurado) confunde crear poesía con crear metáforas.
Por si no lo sabían (estaría bueno que les pregunten), los poetas no
andan por ahí buscando metáforas. No se la pasan pensando en variantes
mejores para "Tus labios de rubí" o de "Tus dientes de perla". No es así
como funciona. El arte no es un ejercicio especulativo. No tenemos
claro qué es, pero definitivamente no surge del mero cálculo. Y en las
computadoras sólo hay cálculo, cómputo.
Sí, claro, hay componentes racionales relacionados con la técnica. Pero del cálculo estructural no se puede deducir un Gaudí.
Además,
creer que un software que encuentre metáforas originales es poesía
equivale a sostener que el valor artístico de un cuadro puede estimarse
por el número de colores que se usaron. Dato: el Guernica está en blanco y negro, y está en blanco y negro por un motivo. Pero no es el blanco y negro lo que lo convierte en el Guernica.
Existe,
entre los promotores del arte sintético, el mismo prejuicio que entre
los que nos obsequiaron campeones electrónicos de ajedrez y de go.
Esto es, se basan en la idea de que lo único que importa es el
resultado. Y no es así. Importan el resultado, el proceso, el contexto y
los interlocutores. Si no fuera así, podríamos poner a Usain Bolt a
competir con una Ferrari y divertirnos viendo cómo la máquina destroza
al jamaiquino.
Si la escena anterior resulta absurda, casi
insultante, mucho más debería parecérnoslo con los juegos de la mente,
de la que sabemos mucho menos que de los músculos, y que es al mismo
tiempo la que controla esos músculos.
En el caso del arte, la
gaffe se torna obscena, porque no sólo pasa por alto que los procesos
mediante los que un creador origina una obra no son los mismos que los
de las máquinas -y que aún si lográramos emularlos por completo, sólo se
trataría de una simulación-, sino que olvida que el artista se adentra
en el abismo para darle sentido a la humanidad, al resto de nosotros, y
que por lo tanto toda obra, hasta la más solitaria, como la de Cézanne,
no existe sin nosotros. Somos la única especie que construye espejos, y
el espejo de la humanidad es el arte.
Dicho más simple: las
máquinas no pueden ni van a poder crear arte hasta que a las otras
máquinas no se le despierte la pasión por el arte. No me asombraré para
nada cuando la inteligencia artificial hilvane unos cuantos compases
inspirados; de hecho, ya son capaces de hacer eso. Me asombraré el día
que a la inteligencia artificial le den ganas de oír una canción. Esa
canción.