Ariel Torres para La Nación
Se veía venir. Facebook ha creado una Web dentro de la Web. Con una vuelta de tuerca: esta Web cotiza en Bolsa.
Internet,
la que nació el 1° de enero de 1983, la tecnología sobre la que
funciona Facebook, tiene unos 3640 millones de usuarios. Facebook roza
los 2000 millones. Pero en China la red social cofundada por Mark
Zuckerberg está censurada; hay que quitar de la ecuación sus 721
millones de usuarios de Internet. Así que, grosso modo, el 70% de las personas que se conectan a Internet usa Facebook.
Pero
las diferencias conceptuales entre Internet y Facebook son insalvables.
La primera nació como un experimento académico y se basó en el código
escrito por estudiantes graduados bajo la guía de Vinton Cerf y Bob
Kahn. Sus estándares son abiertos y de uso libre. Con los años, el
proyecto derivó en una revolución que democratizaría uno de los bienes
más costosos: las telecomunicaciones. Se reforzaría con esto la libertad
de expresión y, al debilitar la censura, alteraría el balance de poder.
Facebook,
porque es gratis, da la impresión de ser igual a la Web. O a Internet.
Ni cerca. Facebook es un negocio que seguirá en línea mientras continúe
siendo rentable, y seguirá siendo rentable mientras su audiencia crezca y
se mantenga conectada al sitio. Si le ocurre, como a Twitter y a
Snapchat, que su población se estanca, las nubes negras de Wall Street
van a conjurarse en un firmamento por ahora diáfano.
Mucho antes
de eso, sin embargo, la red social ha comenzado a chocar con los mismos
desafíos que ya habían encontrado antes los servicios que corren sobre
Internet; típicamente la Web. Cómo juzgar, en un escenario
transnacional, lo que es libertad de expresión y lo que es discurso del
odio, incitación a la violencia, extorsión o racismo. Con una
desventaja: Facebook tiene que hacer esto sin dejar de caerle bien a sus
usuarios y a sus accionistas.
Se
suma un desafío todavía mayor aquí. Debido a sus cifras, Facebook se ha
vuelto un agente relevante y sus decisiones acerca de lo que se puede o
no se puede publicar trascienden los límites de un mero negocio, y los
manuales no han venido sino a regar el fuego con nafta. Recibieron
críticas de todos los ángulos, desde los defensores de la libertad de
expresión hasta los que pretenden regular este derecho.
Destino
El
caso no termina aquí. Facebook ha intentando siempre apartarse de la
calificación de medio de comunicación. Quiere, así, sentarse cerca de
Google, que esgrime el argumento de que los intermediarios no tienen
responsabilidad sobre lo que aparece en sus páginas. En el caso de
Google, como falló la Corte Suprema de Justicia argentina en 2014, el
razonamiento tiene sentido. No es que Google o Bing (el buscador de
Microsoft) sean por completo neutros; de hecho, las personas van
alterando sus resultados con cada búsqueda. Pero nadie está obligado a
usarlos. Por eso el buscador DuckDuckGo ha crecido tanto en audiencia.
Viceversa,
la red de Zuckerberg es tan dominante que funciona como un corralito.
Cierto, ofrece herramientas muy convenientes para los que quieren
ofrecer servicios o mantenerse en contacto con un grupo de pertenencia.
Pero no hay otro Facebook. En consecuencia, para cumplir con la ley y
para quedar bien con todos, debe censurar contenidos. Google y Microsoft
ocultan ciertos sitios, pero no los eliminan.
Al asumir ese
papel, y era inevitable que iba a tener que hacerlo, desde el momento en
que se plantea como un destino, y no como un paso intermedio, se ha
colocado en una posición en extremo delicada. Por un lado, no existe
organización humana capaz de moderar el diálogo de 2000 millones de
personas. Los algoritmos han demostrado ser toscos en esta tarea, al
menos por ahora.
Por otro, al ejercer la censura, Facebook se
transforma en un actor político, y no sólo por lo que elimina, sino
también por lo que no puede eliminar. Mientras los contenidos que
transgreden sus reglas son relativamente fáciles de detectar (el
problema está en la escala, las sutilezas y la enorme complejidad de
ciertos temas), la red social encontró en la última campaña presidencial
estadounidense un obstáculo formidable: las noticias falsas. Son un punto ciego para los algoritmos
y son a la vez un problema que el periodismo resolvió hace siglos.
Quizás, a la larga, a Facebook no le quede más remedio que admitir que
hace mucho dejó de ser un mero intermediario.