Un acontecimiento incómodo, una revelación y otra vuelta de tuerca en la era post social de Internet
A Mark Andreessen
se le ocurrió primero. Si ese sitio nuevo llamado Facebook tiene éxito
ofreciendo una red social genérica, ¿por qué no permitirles a las
personas crear su propia comunidad online? Ni lento ni perezoso, en
octubre de 2005, Andreessen, que había creado Netscape 10 años antes,
lanzó Ning,
una plataforma para crear redes sociales personalizadas. Logró cierta
popularidad y estaba empezando a aparecer en el radar, pero en 2010 Ning
dejó de ser un servicio sin cargo y, con eso, se volvió irrelevante
para el gran público, dejando entre los analistas la impresión de que la
mayoría de nosotros necesita al otro Mark, es decir, Zuckerberg, para
socializar en línea. Pero no es así.
Por razones que no viene al
caso contar, estos días me han sumado a varios grupos de WhatsApp, y ya
saben cómo es. La cantidad total de mensajes diarios es igual al número
de grupos al que nos han agregado multiplicado por el número de
integrantes de esos grupos al cuadrado. Por ejemplo, si estás en dos
grupos de 10 personas cada uno, vas a recibir unos 800 mensajes por día.
En cambio, si te han sumado a 6 grupos y el total de personas es de 80,
vas a estar recibiendo 12.800 mensajes; unos 530 por hora.
Las
cifras de arriba son optimistas. La realidad resulta mucho peor. Por
razones que escapan a las herramientas con que cuenta la ciencia hoy, es
típico que varios grupos se pongan al rojo simultáneamente. El de los
padres del colegio, el de los padres del otro colegio, el del consorcio,
el de la oficina, el de las mascotas, el de tus amigos, el de tus
amigos en el extranjero, el de la familia, el de tu familia política
(¿cómo que no querés que te agregue?), todos, más o menos la misma hora,
sin previo aviso, mientras estás manejando o reunido con tu jefe,
empiezan a fumigar el ambiente con notificaciones inmoderadas.
Estaba
en ese trance, intentando mantener una conversación seria aquí en la
Redacción, cuando mi teléfono se puso a vibrar en el bolsillo de mi
pantalón con tal intensidad que se me aflojaron los cordones de los
zapatos. Todo aderezado con un ringtone que, de tanto repetirse, se
tropezaba consigo mismo y construía estrafalarios hipos sonoros.
Entonces, un poco molesto y algo perturbado, al tiempo que silenciaba la
maldita cosa y pedía disculpas, me di cuenta de algo. WhatsApp no es
sólo un mensajero instantáneo. Es también una herramienta para crear
redes sociales personales. Cuando hablamos con una persona, se parece
mucho a un mensajero tradicional. Pero los grupos constituyen micro
redes sociales hechas a la medida de las personas. A nuestra medida.
He
allí su genialidad, y la de Zuckerberg, a quien tacharon de loco por
haberse gastado 22.000 millones de dólares en febrero de 2014 para
adquirir WhatsApp. En rigor, no tengo ninguna prueba de que Zuckerberg
haya visto este potencial en el servicio creado por los ex Yahoo! Jan Koum y Brian Acton.
Pero dio en el clavo. Al revés que Skype, que poco a poco va perdiendo
ímpetu, WhatsApp no para de crecer. Salvo, cosa que valdría la pena
analizar, en Estados Unidos; aquí, algunas posibles respuestas.
¿Cuál
es la diferencia entre un chat y una red social personal? El chat es
para eso, para charlar. No es poca cosa, dada la naturaleza lingüística
de nuestra especie. Hablando podemos pactar una salida, arreglar quién
se ocupa de ir al super o cambiar el turno del dentista. Eso y un 99% de
chismes y conversación insustancial; he dicho, en otras ocasiones, que
gran parte del valor de los mensajeros instantáneos es el de mantenerse
en contacto, saber que el otro está ahí.
Ahora, ¿para qué formamos
grupos en WhatsApp? ¿Acaso sólo para hablar? No. Los creamos para hacer
cosas. Pedís un analgésico a las 10 de la noche un feriado nacional,
avisás al vecino que se le escapó el perro (y el vecino sale corriendo a
buscarlo), pasás fotos sobre el avance de una obra y coordinás la
entrega de nuevos materiales, solicitás una contribución para alguien
que necesita ayuda. La lista es interminable y está en la sustancia de
estos grupos, en los que las personas y sus proyectos han vuelto a
ocupar el centro de la escena.
Me dirán que esto mismo puede
hacerse mediante Facebook, y de hecho así ocurre. Pero dada la escala
monumental de esta red social, está empezando a reemplazar a la Web.
Esto, a mi juicio, es muy malo por definición, pero el hecho es que, con
cada vez mayor frecuencia, comercios (grandes, pequeños, medianos,
mínimos) y profesionales ponen sus páginas en Facebook, en lugar de
hacerlo en la Web abierta. Se les facilitan ciertas métricas y la
interacción con sus clientes. Pero un proyecto personal no necesita los Me Gusta ni el Compartir.
Cruza de mensajero, Twitter y Facebook, los grupos de WhatsApp ofrecen
las herramientas justas para que conjuntos pequeños (digamos, de entre
20 y 30 individuos; usualmente, muchos menos) puedan hacer cosas sin
recurrir al teléfono, el mail, el mensaje de texto, el mensajero
instantáneo, el fax y el telegrama.
Menos es más, pero no al revés
El éxodo de los más jóvenes desde Twitter y Facebook hacia Snapchat
es patente. No sólo, como suele decirse, porque los adolescentes se
divierten más mandando imágenes y videos que escribiendo, sino porque
saben o presienten que los mayores no tienen ni idea de cómo usar
Snapchat. Tienen razón en eso, y este aturdimiento de los adultos se
debe a una constelación de razones. La primera, hay que decirlo, es que
están tratando de encontrar en Snapchat un montón de funciones que
suponen deberían estar allí, sin entender que este supuesto no tiene por
qué ser cierto. Snapchat es Snapchat, de la misma forma que Twitter era
Twitter (y tampoco nadie lo entendía al principio). Pero hay algo quizá
más profundo.
Los que tenemos 30 o más años nos formamos en un
mundo previo a Internet y las computadoras. En ese mundo no sólo
escaseaban las imágenes, sino que era muy difícil que uno mismo
produjera fotos y videos instantáneos, y era del todo imposible
transmitirlos a casi cualquier lugar del mundo mediante un dispositivo
portátil en tiempo real. Por lo tanto, el texto era Rey, y lo había sido
durante los 500 años anteriores. El esfuerzo textual nos proporcionó
una formidable capacidad de abstracción. No de otro modo podíamos
extraer de interminables líneas de simbolitos las aventuras que nos
contaban Verne, Salgari, Kipling, Clarke o Bradbury.
Pero la
omnipresencia del texto, para una especie que es principalmente visual,
nos agobió con dos pesadas mochilas. Por un lado, dada la mediación que
el texto requiere, perdimos espontaneidad. Por otro, nos sujetamos a la
permanencia. Si algo no estaba impreso en negro sobre blanco, no valía
nada. Demasiado estructurado para los chicos de hoy.
Podrán
rasgarse las vestiduras, pero la permanencia, el almidón y la solemnidad
son cosa del pasado. Y me parece fantástico. (Dicho sea de paso, me
causa gracia el que se queja de la aparente frivolidad de Snapchat y
después te manda 4 millones de emoticones en el chat.) Por añadidura,
los mensajes de Snapchat despedazan aquella absurda dicotomía con la que
crecimos, la de que una imagen vale más que mil palabras. Eso les
preocupa cero a los chicos. Usan imágenes, videos, texto, efectos,
stickers y dibujos a mano alzada con el más absoluto desparpajo. Es algo
de ese momento que su interlocutor verá sólo una vez,
durante unos segundos, y adiós. Han aprendido una lección que nosotros,
los adultos, no logramos incorporar ni después de 100.000 horas de yoga y
dos décadas de psicoanálisis. Es decir, que sólo importa el ahora. Que
el pasado ya fue y que el futuro, cuando llega, es presente.
Ejemplo
sencillo: cuando salgo de la facultad, tarde por la noche, y todavía me
queda por delante manejar unos 40 kilómetros, ¿qué tiene más sentido?
¿Enviar un mensaje que diga Salgo ahora, llego en 54 minutos? ¿O
mandar la imagen de Google Maps con la ruta y el tiempo estimado de
llegada, imagen que sólo tiene sentido almacenar durante unos segundos?
Sí, claro, opto por lo segundo. Esta es la clase de clic mental que te
hace admirar la idea detrás de Snapchat.
Cuestión aparte, me
parece al mismo tiempo peligroso que no abordemos con urgencia la
limitada capacidad de abstracción que evidencian muchos de nuestros
alumnos. Es uno de los motivos por los que aconsejo enseñar a programar
desde muy temprano, y con menos dibujitos y más código. Porque sin esa
capacidad de abstracción los empleos de calidad quedarán muy lejos del
alcance de esos chicos cuando salgan al mercado laboral.
WhatsApp,
en cambio, permanece incontaminado por las brechas generacionales. Las
notificaciones de este mensajero se oyen en teléfonos cuyos dueños
tienen todas las edades, y es lógico, porque mientras hay claras
diferencias de código en las conversaciones de cada grupo etáreo, hacer
cosas es siempre hacer cosas.