Por
Ariel Torres | LA NACION
Toda tecnología fue alguna vez nueva. Tuvo, en su más o
menos deslumbrante amanecer, un puñado escaso de impulsores y, en
general, muchos detractores. Las sociedades se toman su tiempo para
digerir los avances que el inquieto innovador quisiera poner en práctica
ahora mismo. Este equilibrio dinámico ha regido el progreso técnico
desde el principio de los tiempos y ha evitado tanto que nos
despeñáramos en algún excesivo fervor creativo cuanto que nos
empantanáramos entonando el lema Mejor malo conocido que bueno por
conocer.
Con el paso de las décadas, la civilización integra las
nuevas tecnologías, que se convierten en algo normal, en el status quo
que hay que preservar. Entonces aparece alguna otra cosa, y el ciclo se
reanuda.
Desde hace unos 20 años, aunque su historia es más larga,
le toca a las computadoras, Internet y los smartphones estar en la
picota. El juicio es público, disparatado y grotesco. Van ejemplos.
Si
hay una locura extrema con la delgadez y las cirugías estéticas, ¿quién
tiene la culpa? ¿Una sociedad obsesionada con el cuerpo y lo
superficial o el Photoshop? El Photoshop, lógicamente.
Un
adolescente -que ya había dejado preocupantes videos cargados de
hostilidad en YouTube- empieza a matar compañeros del colegio con armas
automáticas, ¿y de quién es la responsabilidad? ¿De una psicopatía mal
diagnosticada, de una familia ausente o de los videojuegos y YouTube?
Obvio, de los videojuegos y de YouTube.
Un sociópata crea un arma
de fuego utilizando una impresora 3D, ¿y cuál es el clamor? Que todas
estas cosas nuevas son para mal, que antes estábamos mejor, que nos
espera un futuro negro en el que los niños fabricarán pistolas en sus
cuartos. No parece importar que la impresión 3D permita crear prótesis
accesibles (una de sus muchas virtudes) o que se trate de una tecnología
contaminante (uno de sus varios defectos). Todo indica que cuando se
produce un cambio muy grande en los paradigmas técnicos no somos capaces
de razonar correctamente.
No es que las nuevas tecnologías estén
libres de vicios o que no se las pueda usar para el mal; vamos, hasta
los ositos de peluche pueden usarse para el mal. De hecho, muchas
tecnologías pueden desviarse e imponernos riesgos que todavía no podemos
evaluar o siquiera imaginar; esto es más frecuente con aquellas
relacionadas con la medicina, la biología y la genética. Otras se
desvían por la intervención de nuestros impulsos más primitivos. Me
refiero, por supuesto, a las armas.
Tampoco creo que las
tecnologías digitales e Internet sean el remedio para todos los males;
hay cierto grado de ingenuidad en tales planteos. Pero es prístino que
les estamos echando la culpa de todo, desde el acné juvenil hasta el
cambio climático.
¿Ah, no es tan prístino? ¿Tenés un amigo que le
echa la culpa a Internet del espionaje de la NSA? ¿Un familiar insiste
en que los smartphones nos están volviendo tontos porque ya no hace
falta recordar un número de teléfono? Lo que sigue, levemente irónico,
mayormente humorístico y, quiero creer, bastante revelador, puede
ayudarte a argumentar o, tal vez, a cambiar la mirada.
La historia
es que me puse a pensar, cuando estaba de vacaciones, y descubrí que
estaríamos mucho mejor si no hubiéramos inventado nada. Nada del todo.
Llegué a esta dislocada conclusión empleando los mismos razonamientos
con que hoy se condena a las computadoras, los smartphones e Internet. A
propósito, me acordé del asunto el otro día, hablando con Sergio
Kaufman, presidente de Accenture de Argentina, sobre los eventos
disruptivos.
Fijate.
Todo tiempo pasado fue mejor
Estábamos
lo más contentos siendo cazadores-recolectores. Hacíamos un montón de
ejercicio y comíamos todo orgánico. Entonces, a un bueno para nada que
se resistía a caminar 45 kilómetros para conseguir media docena de
zanahorias raquíticas se le ocurrió la peregrina idea de la agricultura.
Eso ocurrió hace unos 10.000 años, y todavía estamos pagando las
consecuencias. Colesterol, enfermedades cardiovasculares, sedentarismo y
las eternas peleas por el control remoto.
La rueda. ¡Ay, la
rueda! Ha sido la peor idea del mundo. Basta mirar las estadísticas de
accidentes de tránsito. ¿Quién habrá sido el insensato que, no contento
con la saludable costumbre de caminar o de montar el noble bruto, quiso
rodar hacia un destino de siniestros sin fin? No lo sabemos. Por algo la
historia ha olvidado su nombre.
La rueda es, al mismo tiempo,
responsable de otro invento fatídico: el avión. Como sabrán, los
intrépidos y por completo irresponsables hermanos Wright eran
fabricantes de bicicletas. Bueno, no me extraña que al final se les haya
ocurrido ni más ni menos que volar. ¡Volar! Los pájaros vuelan. ¿Acaso
tenemos alas? Miren bien. ¿Tenemos alas? No, señor.
Lo de la
navegación, bueno, convengamos en que el 71% de la superficie del
planeta está cubierta por agua. Pero, de todas maneras, es una
imprudencia. No costaba nada quedarse cada uno en su continente. Son
todos muy bonitos y pintorescos.
Ahora, con toda franqueza, el
premio mayor se lo lleva el control del fuego. No lo inventamos, pero
aprendimos a aprovechar sus virtudes. O ese fue el argumento, al menos.
¡Pamplinas! Concedido, un buen asado es más apetecible que el bovino al
natural, pero cuántos incendios nos habríamos ahorrado, si hubiéramos
dejado el fuego a quien le pertenece. Mal ahí, Prometeo, ¿eh? Muy mal.
Lo
mismo puede decirse de la electricidad, que tampoco inventamos, pero
que tuvimos la arrogancia blasfema de ponernos a producir. ¿Acaso han
visto a algún animalito fabricando electricidad? No. Y es la causante
última de buena parte de los males que nos aquejan hoy. Un ejemplo claro
y distinto: tu hijo se la pasa jugando a la Play en lugar de estudiar y
termina llevándose 7 materias, incluida educación física. ¿Por qué?
Porque alguien en alguna parte instaló una planta de producción de
electricidad que, por medio de cables, llega a tu casa, en donde tu
chico puede enchufar la Play.
Peor todavía: todos estos inventos
innecesarios y peligrosos se terminan combinando, porque la petulancia
humana parece no conocer límites, y dan origen a verdaderas pesadillas.
La rueda sola no habría originado el tránsito contaminante y ruidoso de
las grandes ciudades modernas. Hizo falta combinarla con el fuego y la
electricidad, y ahí sí, nos vanagloriamos de haber inventado los motores
de combustión interna. ¡Si al menos nos hubiéramos quedado en el
romántico vapor!
Y lo de las computadoras, bueno, ya es el colmo.
Nos venden el cuento de que añaden inteligencia a nuestras vidas. Por
favor. ¿Acaso Newton descubrió la gravitación universal usando una Mac?
¿Y Einstein? No necesitó ningún smartphone para revolucionar la física.
Ni tele, tenía el genial Albert, y mirá.
La falacia y otros deportes de contacto
Así
planteados, estos alegatos suenan a delirio. El problema es determinar
por qué suenan a delirio, para no tropezar con los mismos errores al
juzgar tecnologías que, por su novedad, nos tocan emocionalmente.
Es
cierto que la Play anda con electricidad. Ergo, si no hubiera
electricidad, no habría Play. Hasta ahí es un razonamiento válido. Pero
la conclusión de que, eliminada la Play, el alumno se volverá diligente
es espuria y no está demostrada. De hecho, es muy probable que sea
falsa.
Es igualmente cierto que Einstein no tenía ni tele, pero no
fue la falta de tele la que lo llevó a plantearse la Relatividad. A
propósito, Newton no tenía una Mac, pero le atribuyen una apple. (Tenía
que decirlo.)
Pretender que los accidentes aéreos y de tránsito
son causados por la invención de la rueda, el control del fuego y la
electrónica es equivalente a condenar a la gravedad por la rotura de un
vaso. ¿Aceptarías acaso que el mozo te diga que el plato que pediste
llegó frío por culpa de la entropía? Eso es verdad, en un punto, pero es
también falaz.
Lo de la agricultura es un caso típico de ucronía,
otra falacia. Es decir, especular cómo habría sido la historia si no
hubiera ocurrido lo que ocurrió. Una variante, típica del discurso
político, es la de aplicar hoy conceptos o procedimientos que
funcionaron o eran aceptables en el pasado. Además, la agricultura no es
responsable de que nos pasemos 35 horas por día tirados en un sofá
mirando la tele, comiendo bolsas de papas fritas y tomando bebidas
gaseosas.
Lo del vuelo contiene una doble falacia. Es cierto, no
tenemos alas. Pero tampoco tenemos visión de rayos X. ¿Eliminaríamos
entonces también el diagnóstico por imágenes? Además, desde los hermanos
Wright, sí, tenemos alas. Es algo propio de los humanos: trascendemos
nuestras capacidades. Los animales no sacan fotos, no escudriñan el
cielo con telescopios ni se plantean los porqués fundamentales de la
existencia. Nosotros, sí.
Quizás el más pernicioso de todos los
sofismas es el de creer que el progreso técnico puede dar saltos
cuánticos. Que podríamos pasar del pedernal y la yesca a la fusión
nuclear. La ciencia y la tecnología necesitan evolucionar, y ese proceso
es paulatino y está lleno de errores y de callejones sin salida. Pero
no existe otro camino