Nuestros mails llenarían docenas de resmas de papel y en una sola
vacación sacamos más fotos que una familia, medio siglo atrás, en toda
su historia; pero ese material es transitorio y volátil. Ariel Torres/La Nación
Pobres biógrafos. La que les espera. Y a los
historiadores, lo mismo. Las cartas, epístolas, esquelas, cuadernos,
diarios personales, notas diversas y borradores han sido durante siglos
el alimento de sus semblanzas. Toda esta documentación, auténtica o
espuria, profesional o amorosa, desesperada o dichosa, filosófica o
pueril se alojó hasta ahora en un sólo sitio, y para acceder a ese
acervo bastaba obtener el permiso de la familia o, simplemente,
consultarla en una biblioteca o en un museo.
Nada
es perfecto, claro, y esos valiosos paquetes de datos podían
extraviarse, ocultarse con malicia o, para variar, dárselos al fuego.
Pero lo que se salvaba de tales vicisitudes era un material fácil de
acceder e interpretar. Da Vinci nos lo hizo un poquito difícil, cierto, pero comparado con las tecnologías de cifrado de hoy resultó un juego de niños.
Tal estado de cosas no durará mucho más. En esta excelente nota Natalia Blanc describe las transformaciones del género epistolar y su cruce con las nuevas tecnologías.
Reenviame lo que te reenviaron así lo reenvío
Transformaciones
que impactarán (ya están impactando, me temo) en el trabajo de
biógrafos e historiadores. No sólo a causa de la lúcida advertencia de
Vinton Cerf, uno de los padres de Internet, respecto de que los bits se "pudren" fácilmente,
sino por algo mucho más trivial. Aún si se pudiera acceder a los datos,
aún si el software no se hubiera vuelto obsoleto, como anticipa Cerf,
el estudioso no se encontraría con cuadernos ordenados y paquetes de
cartas prolijamente atados con una cintita que alguna vez fue malva o
bermellón. Ni siquiera debería revisar una caja de documentación más o
menos caótica. Nada de eso.
Excepto en el caso de los que imprimen
todos sus correos electrónicos y los tratan como si fueran cartas de
las de antes (lo que, sabemos bien, es entre inverosímil y del todo
delirante), el pobre biógrafo no se encontrará sólo ante el desafío de
obtener el permiso a la familia del personaje célebre, sino que tendrá
que solicitarle también la contraseña de su notebook y la de su Gmail,
Outlook.com o lo que el notorio haya usado en vida. ¿Alguien dijo
Facebook? Ya llega.
Supongamos
que el persuasivo historiador consigue tales credenciales. Otrora,
podía sentarse a hurgar en la correspondencia entre A y B, y listo.
Ahora, el desafío de entender qué hay en ese amasijo de 175.691 mails no
ha hecho sino empezar.
¿Le respondió A a B en correo aparte o lo
hizo de tal modo que cada mensaje citaba el anterior? ¿Era alguno de los
dos (o ambos) la clase de sujeto que contesta entre líneas? ¿Y qué pasa
cuando el intercambio sobre un tema en particular involucró 100 o 200
mails? Para entender algo habría que bajar hasta el primero de los
mensajes -el originador, por así decir- y practicar una suerte de
arqueología que, en lugar de excavar en roca y tierra, lo haría en (y
entre) capas aluviales de texto, bizqueando y teniendo que empezar de
nuevo cada 20 minutos. Vamos, nos volvemos locos cuando alguien nos dice
"Te copio" y recibís una docena inextricable de dimes y diretes. Una
sola docena.
Pero ojalá nos hubiéramos quedado en el mail. No,
señor. El biógrafo y el historiador deberán -si acaso obtienen acceso,
como se verá enseguida- bucear también en la fosa insondable de
WhatsApp; aquí a las palabras no se las lleva el viento, se las lleva el
tiempo. Lo que dijiste hace 5 minutos ya se fue tan arriba en el chat
que el scroll del futuro va a tener que ser motorizado, mínimo.
Pero
está bien, sí, concedido, tendremos herramientas de minería de datos y
todo eso. Pero quedan todavía varios frentes de tormenta. Por ejemplo,
el cifrado. Y las versiones.
Yo no dije eso
Si la
celebridad hizo los deberes y usó, para sus discos, cifrado robusto con
una contraseña de más de 32 caracteres con mayúsculas, minúsculas,
números y símbolos, bueno, vamos a tener que esperar avances notables
para quebrantar esa encriptación.
Pero si era de los que le ponen 123456
a todo, el problema es muchísimo mayor. Primero, porque habrá docenas
de copias de documentos y mensajes accesibles libremente en diversos
servidores, discos de backup y la dichosa nube. ¿Qué criterio utilizará
el pobre biógrafo para decidir cuál de todas es la legítima? ¿Y si son
todas iguales? ¿Lo son realmente o se trata de alguna clase de fraude?
Porque
ese es un asunto que deriva casi naturalmente de los que usan
contraseñas débiles: toda esa correspondencia podría estar fraguada o
intervenida, con fragmentos plantados ahí por un rival que quiere
hacerlo pasar a la historia como un papanatas que malgastó meses
debatiendo sobre los diversos usos prácticos de los clips, los restos de
jabón de tocador o el marlo de los choclos (a propósito, se los puede
usar como combustible, material abrasivo o para la fabricación de
aglomerados). Es más: ese escabroso intercambio por WhatsApp bien podría
ser del todo apócrifo. Pero, ¿y si no lo es? Pocas cosas parecen tentar
más que el fisgoneo en la vida íntima de célebres y celebrities, que no
son lo mismo. Ya ha pasado, pero en el futuro será endémico: toneladas
de datos falsos pasarán por historia verídica porque no seremos capaces
de determinar los límites entre la mano del autor y la del pirata.
Confiar en los bits es de una ingenuidad colosal.
Añadiré que,
para los que buscan material algo subido de tono, los obstáculos, ya
intimidantes, no dejarán de crecer. Vayan olvidándose de aquella
deliciosa epistolografía de amores contrariados, clandestinos,
imposibles o eternos. Ahora tenemos Tinder y Telegram, donde todo pasa y
nada queda. Algunos de nuestros descendientes, me temo, se preguntarán
cómo fue que llegaron a existir.
Los cien años de Facebook
Creo,
incluso contabilizando al prolífico Voltaire, que el verdadero
impedimento con el que se encontrarán los biógrafos es la escala. No nos
damos cuenta y, mientras propalamos alegremente esta media verdad de
que ahora todo es audiovisual, lanzamos 400 mails por día (100.000 al
año), 1500 mensajitos de WhatsApp en 18 grupos todos los días de la
semana (medio millón al año) y, por si esto fuera poco, todavía quedan,
¡ay!, Twitter y Facebook, donde volcamos, impenitentes, chorradas de
ingeniosas picardías en 140 caracteres y parrafadas sin fin en la
inefable red de Mr. Zuckerberg. Bueno, por suerte lo tenemos a Watson, que puede leer un millón de libros por segundo. De tuits, nada. Sacados de contexto parecerán literatura dadaísta.
Ahora
bien, ¿estarán por aquí dentro de 100 años Twitter y Facebook? ¿Perdón?
¿A qué se deben las carcajadas? Oh, claro. Twitter está en venta,
Snapchat sale a cotizar en Bolsa con una valuación estimada en 25.000
millones de dólares y 20 años atrás Yahoo! era rey. Consejo para los que
sueñan con trascender: guarden sus tuits y lo que publican en Facebook.
En serio.
Dicho esto, hay también mucho de verdad en que la
información que compartimos es muy multimedial. Cada vez que ven una
persona que parece estar hablándole a una tableta de chocolate, en
realidad está mandando un mensaje de voz de WhatsApp. Saben cómo es eso.
Están los moderados y están los otros, los que han descubierto
tardíamente su faceta retórica y podés preguntarles por la obra de Lacan
o cómo les gusta la tortilla a la española (si bien cocida o babé) y de
todos modos lanzarán tres docenas de audios, algunos jadeantes, porque
están de running, y otros matizados por bocinazos y algún que otro
insulto distante.
Luego, los videos. Le decís: "¡Contame cómo te
quedó el living!" Y se le despierta la vena documentalista, no carente
de momentos Blair Witch. Sumale a esto decenas de miles de fotos, todas
más que justificadas, aunque la mayoría, sacadas de contexto, le dirán
entre poco y nada al biógrafo. Y ahora también es posible mandar PDF,
DOC, etcétera. Todo esto sin mencionar que los mensajes en WhatsApp están encriptados con cifrado asimétrico,
lo mismo que los chats secretos de Telegram y lo que hables por Wickr o
Signal. Qué puedo decir. Las agencias de inteligencia sumarán tal vez
un nuevo quiosquito: desencriptar teléfonos de personas notables para
biógrafos e historiadores. Bueno, pensándolo bien, para entonces es
probable que ya tengan todo descifrado.
En fin, no he hablado de
las fotos, porque en unas vacaciones hacemos más tomas que una familia
entera, medio siglo atrás, en toda su historia. Los biógrafos cotejarán
Instagram, que un poco viene a ser como la caja de fotos de antes, con
las tomas favoritas o logradas. Hay que ver, eso sí, si el sujeto cuya
vida están a punto de narrar tenía su perfil abierto al público. Si no
es así, podrían pasarse una eternidad -literalmente- esperando que les
confirme la solicitud de amistad.
Tengo, con todo, cierta esperanza de que surja algo así como una nueva profesión, la del Biography Manager,
un experto en nuevas tecnologías que se ocupe de preservar para la
posteridad los datos de su cliente (el candidato a notable) que le
parecen relevantes. Los puristas me dirán, y no les falta razón, que ese
Biography Manager estaría haciendo una primera edición sesgada de la historia. Es cierto, pero eso sí que no sería ninguna novedad.
Mail: enviotp@gmail.com En AS.: JVG CA Taller TIC (su nombre y apellido)
En un mundo donde los cambios se suceden vertiginosamente, incluso los tecnológicos, es menester asimilar las nuevas tecnologías para su aplicación inmediata y a futuro.