Cada vez más voces claman por regular el derecho a la palabra en la Red; cuatro razones por las que esto no tiene sentido
Ocurren
con Internet equívocos que, si se dieran en otros órdenes, pondríamos
el grito en el cielo. Uno de los más preocupantes es, desde mi punto de
vista, el que vincula las redes sociales (y por extensión, Internet en
general) con el discurso del odio. Como consecuencia -era de esperarse-,
proponen (en serio, no es broma) regular lo que se puede y lo que no se
puede decir en la Red. Si alguien osara reclamar censura previa para
cualquier otro ámbito público, lo tacharían de antidemocrático. Y con
razón.
Con Internet es al revés. El razonamiento hasta parece de
lo más redondito. Puesto que hay una cantidad de almas perdidas que no
pueden sino emitir basura verbal y puesto que la Red es usada por
operadores políticos para instalar sospechas, acusaciones espurias y la
sempiterna descalificación, entonces hay que ajusticiar a la libertad de
expresión e instalar la censura previa. En ese caso, levantemos el
artículo 14 de la Constitución Nacional, porque estas dos cosas
(proferir inmundicia y montar campañas sucias) se dan también fuera de
Internet. He ahí cómo el razonamiento cristalino pasó a sofisma
insostenible.
Es
decir, Internet (de nuevo) no tiene la culpa. En el mejor de los casos,
somos una civilización joven a la que todavía le faltan unos cuantos
milenios para mejorar ciertas conductas. No puedo ser más diplomático
que esto.
Ahora bien, aparte de lo dicho, en los siguientes
párrafos intentaré demostrar cuatro cosas. La primera, que regular lo
que se dice en la Red sería inconstitucional. La segunda, que sería
además innecesario. La tercera, que, dejando de lado los dos puntos
anteriores, sería técnicamente imposible. Y la cuarta, que, por si esto
fuera poco, ni siquiera estamos hablando aquí de discurso del odio u
otros delitos.
Inconstitucional
Después
de las atrocidades del nazismo, las democracias occidentales se
pusieron de acuerdo sobre ciertos derechos humanos inalienables,
derechos que estaban incluso por encima de la letra de cualquier carta
magna. La Declaración Universal de los Derechos Humanos
se firmó en diciembre de 1948 y, en su preámbulo, se mencionan cuatro
derechos fundamentales; uno de ellos es la libertad de palabra.
Así
que la libertad de expresión está en la base de la concepción del mundo
en el que hemos elegido vivir. Es fácil imaginarse -y para muchos de
nosotros fue algo cotidiano en varios momentos de la historia- cómo
sería la vida si tuviéramos miedo de emitir nuestras opiniones o
difundir nuestras ideas. Miedo de opinar. Miedo de hablar.
Por
lo tanto, regular el discurso en la Red iría en contra uno de derechos
humanos más básicos y elementales. Sería claramente inconstitucional en
una nación como la Argentina, cuya Carta Magna garantiza a todos sus
ciudadanos el derecho "de publicar sus ideas por la prensa sin censura
previa". Se entiende que hacerlo en la prensa o en Internet es
exactamente lo mismo, dada la fecha en que se redactó el artículo 14.
Innecesario
Aclaremos
algo. La libertad de expresión no fue ideada como una forma de
garantizar el discurso del odio o la incitación a la violencia, de la
misma forma que la privacidad no fue introducida en nuestra Constitución
para proteger a maleantes y pedófilos. Más aún, existen leyes que
castigan el discurso del odio, que por supuesto rigen en cualquier
plataforma. Sí, también en Internet. Por lo tanto, no hay nada que
regular. Dentro o fuera de la Red, el discurso del odio y la incitación a
la violencia son delitos.
Imposible
El obstáculo técnico
con el que se enfrentan los que proponen regular lo que se dice en la
Red tiene dos facetas. La primera es que una Internet sin libertad de
expresión no es Internet. Está en sus fundamentos, en su definición.
Internet nace en las democracias occidentales como resultado de una
visión del mundo en la que los ciudadanos tenemos el derecho inalienable
a la palabra. Por supuesto, estamos muy lejos de completar esta visión.
Pero, precisamente, Internet ha sido un gran paso para la libertad de
expresión. Por eso, o tenemos una Internet sin ninguna clase de
regulación de la palabra o no tenemos Internet, sino un corralito
digital donde se difunden fotos de comida, gatos, bebes, selfies,
propaganda oficial y frases inspiradoras de dudosa sabiduría. Yo diría
que en esas condiciones es un retroceso, porque además facilita la
vigilancia masiva de los ciudadanos.
El otro estorbo técnico con
el que se van a encontrar los que piden regular lo que se dice en la Red
es que sus protocolos y su arquitectura están diseñados de tal forma
que es prácticamente imposible ejercer ningún control. Por añadidura, el
ciudadano de a pie cuenta hoy con suficiente poder de cómputo para
echar mano de cifrado asimétrico hasta en su bolsillo (WhatsApp, Telegram, Signal), redes privadas virtuales, proxies
y otras delicias que, medio siglo atrás, eran un privilegio de unos
pocos gobiernos y un puñado de corporaciones, y que hoy ponen al
aprendiz de regulador en jaque. Es cierto, con inversiones astronómicas
sería teóricamente posible censurar la Red. Pero no domesticarla. Tarde o
temprano, estas tecnologías y sus usuarios se abren paso.
¿De qué estamos hablando?
Toda
la perorata sobre regular el discurso en Internet porque "no puede ser
que cualquiera diga lo que se le da la gana" es delirante por otro
motivo. El derecho a la libertad de expresión no ampara el discurso del
odio, la incitación a la violencia, la pedofilia y el bullying. Tampoco
la calumnia, la injuria y la difamación. Así que, fuera de estas
aberraciones, sí, muchachos, toda la idea de vivir en una nación libre
es que cualquiera puede decir lo que se le da la gana. Ni más ni menos.
En
mi opinión, el asunto detrás de esta súbita vocación por limitar el
derecho a la libertad de expresión tiene que ver más bien con que se
confunde una retahíla de insultos injustificados y -en general-
inverosímiles, la comunicación de ideas repulsivas o los comentarios de
hostilidad patológica con el discurso del odio. Y resulta que todo eso
puede ser repugnante y puede afectarnos emocionalmente, pero no por eso
es discurso del odio. Así que aclaremos.
El discurso del odio es
aquél que ataca a un grupo de personas sobre la base de su orientación
sexual, género, religión, etnia o una discapacidad de cualquier tipo.
Ese discurso, además, debe intentar instalar alguna forma de
discriminación contra el grupo que ha elegido como víctima.
La
diferencia entre expresar una idea o una opinión (por extraviadas que
nos parezcan) y el discurso del odio parece ser bastante sutil, a juzgar por algunos intentos legislativos,
pero eso se debe a que Internet es una tecnología muy disruptiva. En
sólo 25 años pasamos de un mundo donde los que podían ejercer el derecho
de la palabra de forma pública eran unos pocos miles a uno en el que
somos 3200 millones. Confunde, concedido, pero es deber de los
formadores de opinión entender el mundo en el que están viviendo. Y el
mundo en el que están viviendo es éste, no el de 1980.
De todos
modos, tengo la impresión de que los que claman por regular lo que se
dice en Internet están lejos siquiera de estas sutilezas. Simplemente,
quieren que no haya más opiniones que los dejan mal parados, que
desaparezcan las ideas que encuentran desagradables, la burrada estéril
del que no tiene vida o la información deliberadamente falsa del que
opera una campaña sucia. En el más comprensible de los casos, buscan
eliminar la difamación. Ahora, es bastante obvio que buscar ese objetivo
coartando un derecho fundamental es muy peligroso. Los instrumentos
legales contra la calumnia, la injuria y la difamación también existen
hace rato.
El argumento que se esgrime en este punto es que gracias a Internet (léase por culpa de Internet)
se difama, se desinforma, se injuria y se calumnia desde el anonimato.
Otro error de razonamiento. El verdadero anonimato es increíblemente
difícil de lograr en la Red, y tampoco es algo perverso por sí.
Pero, sobre todo, el hecho de que identificar a los emisores sea más
difícil en Internet que en los medios tradicionales no tiene nada que
ver con el derecho a la libertad de expresión que debe garantizárseles a
las personas decentes. Implementar censura previa porque hay
deslenguados en Internet equivale a erradicar un hormiguero detonando un
dispositivo termonuclear en el jardín. Con el agravante de que, además,
al final, las hormigas van a volver.