Ariel Torres/La Nación
El otro día se cayó Gmail, Google, Maps, todo. Fue
fuerte eso. La semana anterior hubo un ataque de denegación de servicio
contra el proveedor de hospedaje DYN que dejó a un montón de gente en el
hemisferio norte sin acceso a Twitter, Amazon y Netflix, por citar sólo
tres. El embate había alcanzado casi 1 billón de bits por segundo; o
sea, 1 terabit por segundo (Tbps). El miércoles, en un artículo que mete
miedo, Dark Reading, un sitio de Information Week, dio a conocer la
posibilidad de amplificar los ataques a "decenas de terabits por
segundo". Eso causaría un desastre. Así que la cosa viene complicada.
Pero,
en lugar de quemarme la cabeza con el tema de la seguridad -como suelo
hacer, confieso-, estos días decidí ponerme a investigar alternativas.
Alternativas a Internet, por supuesto. No es ninguna pavada, ojo. Sin
que nos diéramos cuenta, la Red se nos ha metido hasta en la sopa.
Literalmente. ¿O soy el único que cuando le toca hacer un platillo nuevo
busca la receta en la Web?
Ya sé que no soy el primero en probar algo así. En 2012, Paul Miller se desconectó y pasó todo un año sin Internet.
Ese muchacho tiene nervios de acero, y, por cierto, está bien lejos de
mi ánimo el emular su proeza. Lo mío, estos días, fue más bien un Plan
B. A ver si todavía esos vándalos terminan rompiendo Internet. ¿Cómo se
sentiría eso?
Era sábado por la tarde y, no sin un cierto vacío en
el estómago (¿o era un nudo en la garganta?), corté datos y Wi-Fi. "A
ver qué pasa", pensé. Estaba solo, en el living de mi casa, y, vaya, ¡de
pronto se hizo un silencio! Sin todas esas notificaciones y ronroneos.
Igual, había un par de computadoras en la casa que seguían avisando de
mails y mensajes de WhatsApp, de modo que el entorno conservaba cierto
viso de normalidad. Normalidad geek, por supuesto. Pero ahora se oían
los pájaros en el jardín e incluso el murmullo de las casuarinas, que se
mecían en el viento allá en el fondo. Salí al aire libre.
Caramba,
entre tanto ringtone, alerta, aviso, alarma y letrero había llegado la
primavera y el jardín se encontraba repleto de flores. Las flores son
esa parte de las plantas que, por lo general, ofrece un color llamativo
-rojo, rosa, violeta, amarillo, algo muy fácil de distinguir- y tiende a
formar racimos en los extremos de ramas y tallos. En ocasiones emanan
un perfume muy agradable. De allí la máxima que aconseja tomarse un
momento para oler el perfume de las flores. No es mala idea, pude
confirmar. El aire estaba poblado de azares y rosas, unas rosas gordas e
impenitentes que están justo delante del ventanal. Fui hasta la huerta.
También habían florecido las radichetas y la rúculas del año pasado,
así como la salvia y el perejil, que, la verdad, no es muy generoso en
este rubro y concede tan sólo unos ramilletes escuálidos y aburridos. En
cambio, el Callistemon, un enorme arbusto llamado vulgarmente
Limpiatubos, exhibía tantas flores que temí que algún dron lo captara y
quisieran cobrarme un impuesto por eso.
Hablando en serio, qué sujeto ese Callistemon.
Cuando florece, se le suelta la cadena. El eucalipto, el clavo de olor y
la pimienta de Cayena son sus parientes. Pero eso lo saqué de
Wikipedia, no me aguanté. Enseguida volví a apagar Wi-Fi y me senté al
sol a observar los pájaros. Donde vivo ahora hay tal variedad de
volátiles que reíte de Avatar. Desde caranchos temibles y teros
corajudos hasta unos verdecitos con bandas oscuras en los ojos cuyo
nombre ignoro y que, al parecer, encuentran muy apetecible cuanto bicho
se arrastraba por el pasto. Calculé, grosso modo, el peso de esos
pajaritos, arranqué la calculadora en el teléfono (¿estaba haciendo
trampa?) e hice un cálculo rápido. Llegué a la conclusión de que, sin
ellos, en una semana el jardín herviría de grillos, hormigas, arañas
lobo, lombrices, avispas, polillas, escarabajos, langostas, cigarras,
moscones, abejorros y Dios sabe cuántas cosas más.
Me
quedé un rato mirando el cielo (la parte de arriba de la realidad),
descubrí que no conocía la mayoría de esas aves y se me ocurrió que
estaría buena una app que identificara pájaros por medio del micrófono o
la cámara. Mucho trabajo, pero les dejo la idea. Un momento, ¿y si ya
existía algo así? No, no podía googlear, era la consigna.
Reconocer plantas es más fácil, desde que existe, hace años, Infojardín,
en cuyos foros subís la foto de un vegetal y a los 5 minutos tenés la
respuesta correcta. Esa gente es de verdad increíble. No me han fallado
ni una sola vez.
Pero mi plan era ahora permanecer desconectado.
Como experimento, insisto. De corazón, no creo para nada que esté bueno
quedarse sin Internet. Es más, en un momento se me ocurrió la idea de
dejar el celular en la mesita de luz y salir a dar una vuelta sin él.
No, eso era demasiado. Y además, nadie me creería que me había atrevido a
algo así; quiero decir, no podía usar el celular para subir una foto
que atestiguara que estaba paseando sin celular. Para eso necesitaba el
celular.
En fin, con el teléfono en el bolsillo, pero desconectado
de Internet, gané la calle y vi que el sol empezaba a declinar. Lógico,
hacia allá queda el oeste, pensé, recordando la brújula en mi
smartphone (perdón, es la costumbre). Arranqué en dirección al norte, es
decir con el atardecer a mi izquierda, y luego de unos 100 o 200 metros
vi unas melaleucas en flor y les juro que no lo pude evitar, ya tenía
el teléfono en la mano para sacarle una foto y subirla a Instagram. Hice
stop a tiempo, guardé el celular y me acerqué al arbusto para mirarlo y
nada más. Casi había olvidado lo bueno que era admirar una planta sin
sentir la obligación de subir la foto a Internet. Me colgué así un rato
largo. Hasta que salió un vecino, que, luego de observarme parado frente
a sus parterres como en trance, me preguntó si se me había perdido
algo. Lo dijo en ese tono que pone la gente que ya ha llamado a la
policía.
-¿Son melaleucas, no? -le pregunté, para salir del paso.
-Sí -expectoró-, son melaleucas.
Sonreí,
le di las gracias, saludé y me fui, haciendo como que contestaba unos
mensajes en el celular. Porque si le decía "lo que pasa es que hace
mucho que no miraba una planta sin sacarle fotos y subirlas a Instagram"
seguro que mandaban al grupo Halcón.
Unos metros más adelante
unos chicos habían dibujado una rayuela en el piso y durante un rato
largo no pude dejar de pensar en el libro de Cortázar y en cómo se decía
rayuela en inglés. Recordaba que era una palabra rara. La tenía en la
punta de la lengua, y cuanto más pensaba, más me obsesionaba. Al final
no pude más y la busqué en Wordreference. ¡Eso, hopscotch! Fue un alivio. Detesto tener palabras en la punta de la lengua. Es peor que acumular notificaciones de mensajes sin leer.
Volví
a desconectarme de Internet, pero no lo bastante rápido como para
evitar que cayeran 86 mensajes del grupo del barrio, 132 del otro grupo
del barrio, los de 7 amigos, más 15 mails, 45 menciones en Twitter y
media docena de likes en Instagram y Facebook.
Caminé un rato y el
teléfono volvió a emitir un ringtone. ¿Por qué sonaba ahora si me había
desconectado? Miré la pantallita. Me felicitaba porque había completado
mi meta diaria de pasos. Bueno saberlo. También me decía lo que había
caminado ayer, y anteayer y así hasta 2012, cuando compré este
smartphone. A la alarmante estadística añadía un prolijo registro de mis
recorridos, geolocalizado por GPS, la velocidad promedio, consumo de
calorías y otra docena de parámetros. Yo, robot.
Me puse en marcha
de nuevo, sintiéndome un poquito vigilado. Ahora bien, uno tiende a
pasar por alto que estos entrometidos aparatitos son también teléfonos.
Creo que la última vez que alguien me había llamado fue en abril, para
venderme algún servicio. Ahora estaba sonando de nuevo. Atendí y recibí
un enérgico rapapolvo porque no contestaba ningún mensaje. Ni SMS, ni
WA, ni DM, ni FB, ni nada, que qué pasaba, que dónde estaba. Cierto, me
había olvidado de que tenía una breve reunión ese día, y evalué una
serie de excusas:
a) "Se ve que me quedé sin datos"
b) "Quería probar la vida sin Red"
c) "Estoy disfrutando el perfume de las flores"
Opté por la primera, que siempre resulta más verosímil.
-¿Y eso qué tiene que ver con los SMS? -observó mi interlocutor, agudo.
-Tenemos compañías diferentes, tu SMS va a llegar mañana a la mañana. Con suerte.
Cuando
colgamos noté que el sol ya estaba sobre el horizonte. El espectáculo
era magnífico. Re daba para una fotito. "Una sola, dale -suplicaba la
Neurona del Mandato Social- Dale, dale -insistió-, y le ponemos un
mensajito ecológicamente correcto, ¿sí?". Me conoce.
Pero me
mantuve en mis trece y, cuando ya había dado una larga vuelta y estaba
por llegar a casa, noté que aparecía el lucero del atardecer, es decir
Venus, y me vino a la mente todo lo que había aprendido con apps como Mapa Estelar y Sky Map; llegué así a la conclusión de que si la astronomía fuera más popular, los anteojos inteligentes serían un golazo.
Se
había hecho casi de noche. Al salir, me había olvidado de encender la
luz del porche y ahora, en la penumbra, me costó un rato abrir la
puerta. "¿Ves? -me dije-. Si tuviera luminarias inteligentes esto no
pasaría". Imaginé algo sencillo, un script como el que tengo en el
teléfono, que cuando se conecta al Bluetooth del auto lo pone en silencio, así no me vuelven loco las notificaciones.
Por
fin, entré. En las computadoras las notificaciones seguían cayendo y el
murmullo de la electrónica me resultó extrañamente tranquilizador. No
tanto como el de las casuarinas, pero parecido. Prendí las luces
interiores y me dispuse a concluir con el experimento, activando Wi-Fi y
4G. En ese preciso instante se cortó la luz. Los dos UPS se pusieron a
hacer bip-bip cada 30 o 40 segundos, informando de tan fastidiosa, pero
frecuente circunstancia. Saqué el teléfono y lo usé como linterna para
encontrar las velas. Mientras las encendía, llegué a dos conclusiones.
Aquí todavía tenemos problemas más serios que quedarnos sin Internet. Y,
lo más importante, hace rato que la realidad está aumentada.