Por Ariel torres
Apple admitió oficialmente que es un error de software (o bug
, como se dice en la jerga) lo que causó que los iPhones y iPads
hicieran un backup en la computadora de la información sobre los lugares
donde el teléfono, y se supone que por lo tanto nosotros, habían
estado. Este casi escándalo, que se conoció el 20 de abril en la
conferencia Where 2.0 de O'Reilly y que recibió el nombre de LocationGate
, fue tratado desde muy numerosas ópticas, involucró también los
teléfonos con Android, es decir a Google, y puso en tela de juicio
cualquier cosa que posea a la vez GPS y Wi-Fi. Esto, en un contexto en
el que el diputado alemán Malte Spitz había descubierto que la
telefónica tenía guardados seis meses de registros de las ubicaciones de
su celular, con los que el legislador trazó un mapa muy perturbador de
sus recorridos en ese período (más información en http://blogs.lanacion.com.ar/movilandia/noticias/telefonos-geolocalizacion-y-privacidad-o-tu-telefono-y-la-telefonica-saben-muy-bien-en-que-andas/
).
Ahí, claramente, no se trató de ningún bug. Tampoco es un error de
Google el colocarme avisos contextuales en Gmail y en los resultados de
las búsquedas.
Para el caso, Apple tampoco dijo que fuese un error el
que registrara nuestras ubicaciones, de forma anónima, sino que la falla
estaba en que esa información quedara guardada en el backup de iTunes .
El LocationGate se analizó desde casi todo
punto de vista imaginable, pero a mi juicio lo único que realmente
importa quedó, salvo en algún caso aislado, ensombrecido por un debate
bizantino. Y lo malo de empezar mal una discusión es que después es muy
difícil enderezarla. Las respuestas de Apple, Google y hasta Microsoft
discurrieron, así, por el pantanoso lodazal de las teorías conspirativas
y por el críptico terreno del tecnicismo. Ni en el uno ni en el otro
echa sus raíces el problema.
El problema es que, de nuevo, las empresas no dijeron
claramente lo que estaban haciendo con nuestros datos.
Por favor,
alguien que me diga que no sabía que los celulares pueden ubicarnos en
el mapa, de acuerdo con las antenas a las que se conectan, y que los GPS
con Wi-Fi o 3G pueden transmitir esta información adonde se le ocurra
al fabricante. Alguien que me diga, además, que no sabía que apagando el
teléfono uno se volvía invisible a la geolocalización. Oh, ¿alguien no
lo sabía?
Entonces era obligación de Apple el informarlo con letra grande y lenguaje claro durante la instalación de iTunes o el arranque del iPhone. Por lenguaje claro me refiero a un cartel infranqueable que diga: Recuerde que su iPhone registrará sus ubicaciones y las enviará a Apple. Si no desea ser localizado, apáguelo .
El lenguaje de las advertencias tiende a ser mucho más coercitivo que educacional. Si uno no acepta los términos y condiciones , es cortésmente invitado a no instalar el producto, sin opciones. La verdad es muy otra. Puedo aceptar los términos y condiciones
, que incluyen que el teléfono enviará información sobre mi ubicación a
la compañía, pero también puedo apagarlo para que el equipo no me
rastree. No es o blanco o negro. Hay muchos tonos de gris.
¿Efectivo o tarjeta?
El
problema nunca fue ni va a ser que las empresas sepan qué hacemos, qué
compramos, a quién llamamos, dónde estamos. Esto no es nuevo. El
problema es cuando el botón para apagar esta transmisión de datos es muy
difícil de encontrar, o cuando dicha transmisión está oculta en un
farragoso texto de términos y condiciones que prácticamente nadie lee:
peor aun, todos saben que nadie lee los términos y condiciones, y nada
se hace para hacerlos más amenos o claros.
Por eso la comparación que siempre se hace entre los
datos que Google o Apple recolectan y los que tienen la tarjeta de
crédito o la empresa de telefonía fija es improcedente. Sólo la primera
parte del razonamiento es cierta: la tarjeta de crédito sabe qué compro,
cuándo y dónde. La empresa de telefonía fija (y la de celulares, para
el caso) sabe a quién llamo, cuándo y durante cuánto tiempo hablamos.
Pero todos sabemos que basta pagar en efectivo o llamar de un teléfono
público para cancelar este registro. Es de conocimiento público.
Ahora,
¿cuántos de los miles de millones de usuarios de
celulares saben que las celdas registran sus pasos? ¿Cuántos saben que
apagando el teléfono se vuelven invisibles (al menos, por ahora)?
¿Cuántos usuarios de Apple sabían de la existencia de consolidated.db ,
la base de datos de nuestras ubicaciones que el teléfono almacena?
¿Cuántos sabían para qué usa esta base de datos Apple?
No, de ninguna manera son lo mismo las tarjetas de crédito o la telefonía tradicional que estas nuevas tecnologías.
Se dijo, cuándo no, que el LocationGate
constituía una invasión a la privacidad, o por lo menos una filtración
inexcusable, y es verdad. Pero, de nuevo, ése no es el problema, porque
la privacidad es moneda de cambio desde hace décadas. La cuestión es qué
obtenemos a cambio de ceder nuestros datos personales.
¿Estoy dispuesto
a confiarle a una empresa los lugares en los que estuve, con fecha y
hora, durante, digamos, un año? Sí, claro, con dos condiciones. Primero,
¿qué me dan a cambio? Segundo, ¿cómo hago para volverme invisible?
Desde luego, es importante que la empresa proteja, como
Apple asegura que lo hace, bugs aparte, esa información. Pero no es
algo que podamos controlar. Además, cada semana una nueva batea de
millones de datos privados se filtra de empresas que han sido objeto de
un ataque informático. Así que, ¿acaso importa si Apple, Google o la
telefónica me aseguran que mis datos están totalmente a salvo? A los
fines de esta discusión no importa en absoluto. Deben hacerlo, por ley,
pero ingresar este argumento es desviar la discusión, que no es ni sobre
la privacidad ni sobre la seguridad.
La dimensión desconocida
Quien tiene que
controlar cuándo y cómo ceder datos privados es la persona, no la
compañía de turno. Apple quiere geolocalizarnos más rápido sumando los
Wi-Fi conocidos al GPS. También se usa esta información para las apps
que necesitan saber dónde estamos. Fantástico (y lógico, por otro lado).
Google le garantiza a sus clientes que los avisos llegarán a las
personas supuestamente interesadas y para eso debe saber qué buscamos y
qué ponemos en nuestros mails. A cambio, nos ofrece un servicio de
búsquedas excepcional, mail sin cargo, mapas y demás. Buenísimo. Pero
nada de todo esto es importante en lo más mínimo.
Lo que importa es el control. ¿Por qué? Porque sin
control podemos perder parte de nuestra privacidad sin darnos cuenta en
absoluto. Ni Apple ni ninguna otra compañía saben dónde estamos (bugs
aparte); en todo caso saben dónde está un teléfono en particular.
Bastaría dejarlo en un cajón y nos volvemos invisibles; digo esto para
quienes sospechan que con apagarlo no alcanza.
Control, esa es la clave. No podríamos sentirnos
demasiado seguros si las cerraduras de nuestras casas se abrieran en los
momentos menos pensados, por sí mismas, debido a un error de diseño (un
bug). Ni si el indicador de velocidad del auto tuviera un error de más o
menos 20 Km/h; nos lloverían las multas tanto por exceso como por
defecto.
Dicho más simple: antes de enredarnos en si la
privacidad ha desaparecido, si está bien que los adolescentes (y no
pocos adultos, para qué negarlo) se expongan en Facebook, si hay oscuras
agencias sin nombre ni rostro que nos siguen adonde vamos y oyen lo que
hablamos y ven lo que hacemos con fines no menos lóbregos, primero
tenemos que saber cómo controlar la información que cedemos, cuándo y
dónde.
Nunca fue demasiado inteligente el sostener principios
férreos, inamovibles, eternos, por la sencilla razón de que no hay nada
ni férreo, ni inamovible, ni eterno en la naturaleza y en las
sociedades. La flexibilidad y la capacidad de adaptación son tan
importantes como nuestros valores más esenciales. Pero sostener
principios axiomáticos en una época de cambio global como la que vivimos
es suicida. Sí, creo que la privacidad es un derecho adquirido después
de siglos de esfuerzo y miseria, pero también creo que si alguien quiere
renunciar a controlar los límites de su privacidad tiene todo el
derecho de hacerlo. Eso sí, para renunciar al control primero tenemos
que tenerlo.
¿Qué es el control hoy? Conocimiento.
Hay dos dramas silenciosos en estos tiempos de euforia
digital.
Por un lado, la inmensa cantidad de gente que no tiene acceso a
no digamos una computadora e Internet, sino los servicios básicos, una
brecha que aterra y avergüenza. Por otro, que ninguna de las tecnologías
que usamos se basa en fenómenos obvios, en hechos de conocimiento
público. Borramos la papelera de reciclaje y nada se borra en realidad.
Nuestro celular no es un teléfono, es una computadora y un receptor GPS.
En una llave de memoria que cabe en el bolsillo entra el texto de una
pila de libros de la altura del Obelisco.
Nuestra PC hace en un segundo
una cantidad de cuentas que a nosotros nos demandaría, a mano, 1500
años. Satélites a 20.000 kilómetros de altura nos dicen "Doble a la
derecha en la próxima intersección". Un cerebro electrónico del tamaño
de una estampilla posee más de 1000 millones de componentes, los
transistores, todos más pequeños que un glóbulo rojo.
(Una estampilla es un pequeño rectángulo de papel que
se pega en las cartas y otros envíos postales. Pero supongo que todos
saben eso.)
Esta dislocación causa una catástrofe en nuestra
posibilidad de controlar porque quiebra el sentido común por la base.
Ninguna de estas tecnologías tiene nada que ver con lo que conocemos
(salvo que seamos expertos) ni con las magnitudes y leyes de nuestra
realidad cotidiana. El salto entre la moneda, que fue inventada hace
milenios, y la tarjeta de crédito es mínimo comparado con el abismo
entre la tarjeta de crédito y las transacciones electrónicas. Por eso a
Sony le robaron hace dos semanas 10 millones de números de tarjetas de
crédito de sus clientes, porque el plástico ya no importa; sólo importan
los números.
No es fácil adaptar la vista a la nueva iluminación
digital de la realidad, una realidad con frecuencia insustancial,
inmaterial, casi fantasmagórica, no es sencillo acostumbrarse a pensar
en términos de GPS, números, cerebros electrónicos y un Everest de datos
en la palma de la mano. Por eso, lo que hizo mal Apple no fue
aprovechar los Wi-Fi conocidos para ubicarnos más rápido que con GPS,
sino creer que el resto de nosotros está obligado a entender de
buenas a primeras cómo funcionan estas tecnologías. No sólo no es así,
sino que no puede ser así. Entrar en el mundo digital es también entrar
en otra dimensión.