El sueño de un mundo sin ciudades y otros sofismas modernos.
Ignoro la razón. Puede haber sido este frío tardío,
una llamarada solar o alguna variación en el campo magnético terrestre.
La cosa es que hubo en las últimas semanas una avalancha de quejas
contra las relaciones que se establecen por Internet. Por supuesto, y
como se podrán imaginar, abundaron las referencias a las bondades de
tomarse un cafecito cara a cara y todo el resto del folklore anti tecno.
A los detractores de todo lo que se inventó después del bolígrafo y la máquina de escribir suele llamárselos luditas.
Tal denominación es a la vez injusta y desacertada. Los luditas eran
trabajadores textiles que resistieron a la Revolución Industrial. Al
final, y como había ocurrido muchas otras veces en la historia de la
civilización, los avances técnicos prevalecieron. Pero los luditas eran
personas preocupadas por su futuro laboral. En mi opinión, tomaron
medidas inútiles, pero estaban sufriendo y temían por sus familias. Eso
no es trivial. Si uno saca el sufrimiento humano de la ecuación técnica,
perdió por completo el norte.
Muy
diferentes son los que insisten, a estas alturas, con el cafecito cara a
cara, con que las relaciones por Internet nos deshumanizan, con que la
obsolescencia es una conspiración y otras cosas por el estilo. Esos no
tiene miedo de quedarse sin trabajo. Por el contrario, explotan la
tecnología oponiéndose a ella con frases como "Estamos más conectados
pero a la vez más incomunicados".
La expresión me encanta, por su
desfachatada mescolanza semántica. Es bastante obvio que estar conectado
y estar comunicado pueden significar muchas cosas diferentes. Podés
estar conectado con la naturaleza, y eso no tiene nada que ver con
Wi-Fi. Es posible comunicar algo sin estar conectado. La conexión puede
ser toda la comunicación que hace falta (¡uh, ahí se conectó!), y la desconexión es también una forma de comunicación (ups, se desconectó sin saludarme). Así que la trillada frase de arriba no dice absolutamente nada. Es sólo otro lema eufónico, pero vacuo.
Hay varios más,
por supuesto, y me temo que no dejaremos de padecer estos lemas
presuntuosos. Pero lo que me preocupa, en particular cuando la cantinela
viene de individuos en una posición de autoridad, es la completa
desconexión (ay, fue sin querer) con el extraordinario momento histórico
que nos ha tocado vivir. Aparte de que mezclan cosas incompatibles,
es grave que no comprendan lo que ocurrió cuando creamos las
computadoras económicas y una Internet abierta y descentralizada. Los
percibo como ciudadanos de Sumeria predicando que ese invento de la
escritura va a deshumanizar el acuerdo de palabra, el franco apretón de
manos.
Un Kindle en el Paleolítico
El paralelismo es
revelador. Cincuenta siglos después de su invención, la escritura nos
parece algo obvio, dado, indispensable. Sí, pero resulta que en el
cálculo más conservador la especie humana pasó 20.000 siglos sin leer ni
escribir. Primera lección: alguna vez alguien va a mirar hacia atrás y
va a preguntarse cómo hicimos para vivir sin conexiones inalámbricas
omnipresentes de altísima velocidad. Todavía no hemos llegado ahí, pero
dentro un siglo lo van a encontrar inverosímil; el 4G va a ser la
máquina de vapor de tiempos idos.
Ahora,
¿por qué pasamos tanto tiempo sin escritura, si es indispensable?
Porque no era indispensable. Lo es hoy. Pero mientras fuimos grupos
relativamente pequeños de cazadores recolectores, mientras no se nos dio
por el comercio, los contratos, la guerra, los imperios, los cheques y
los tratados, la escritura no tenía ni la más mínima utilidad. De hecho,
habría sido contraproducente. En esa época se viajaba ligero, no había
lugar para libros. Hasta un Kindle resultaba una carga inaceptable.
Ahora
bien, ¿cuál es la principal ventaja del texto frente a la oralidad? Que
deja un registro duradero. Segunda lección: toda vez que defenestran
las relaciones virtuales (y los smartphones, WhatsApp, Snapchat e
Internet en general), además de aparecer ante los más jóvenes como unos
orates que no saben de lo que hablan, están cometiendo un error lógico
imperdonable. La principal ventaja de la digitalización no es que
podemos evitar vernos las caras y reemplazar sonrisas reales con
emoticones, sino que ha llevado al ciudadano de a pie un poder de
cómputo y de broadcasting que hace menos de medio siglo estaba reservado
sólo a gobiernos y unas pocas grandes compañías. ¿Le falta el cafecito?
Bueno, sí, claro, nos olvidamos de ponerle una máquina espresso a las
computadoras, qué mal.
Pero hay más. Las tecnologías digitales han
progresado lo bastante como para que podamos tener una charla virtual
cara a cara con un grado de fidelidad que desacredita todo el runrún de
las miradas, los gestos y las sutilezas expresivas. Esto ya es posible
en casa, con una conexión promedio. Pronto podremos reunirnos en la
realidad virtual. Pero las quejas no se harán esperar; ya están echando
mano del no menos manido contacto físico. O sea que tampoco alcanzaba
con hablar cara a cara; también hacía falta andar tocándose. Vaya.
Los inventos relacionados con el lenguaje conducen a futuros imprevisibles .
Las civilizaciones que crearon la escritura no lo hicieron pensando en
el teatro de Shakespeare, en la Teoría de la Relatividad o en WhatsApp.
Pero ninguna de estas tres cosas habría existido sin la escritura.
Tercera lección: mientras se lamentan de lo incomunicados que estamos,
un sinnúmero de frutos de estas tecnologías aparece por doquier; algunos
están destinados a modificar la trama social, nuestras costumbres e
incluso tal vez la propia naturaleza humana. Ya lo están haciendo. Nos
guste o no, es imposible predecir adónde vamos y cómo seremos dentro de
mil años. Eso funciona con aves o dinosaurios.
Todo tiempo pasado
Algunos
de los que atacan las nuevas tecnologías -con un discurso de cáscara
progresista, pero de carozo reaccionario- parecen sugerir que el mundo
del Paleolítico Superior era mejor que el actual porque en esa época no
necesitábamos ni vacunas ni Skype. Éramos nobles y fuertes.
No
sólo es un sofisma, sino que es un sofisma peligroso. Vamos a
desarmarlo. Antes que ninguna otra cosa, es falso que llegamos hasta acá
sin tecnologías ni fármacos. Es desmerecer al Homo sapiens
original. El proverbial troglodita se vestía, se adornaba, enterraba a
sus muertos, controlaba el fuego, utilizaba utensilios, fabricaba armas y
practicaba formas rudimentarias, pero es obvio que adecuadas, de
medicina.
Más aún, existía ya entonces la pulsión por progresar,
por mejorar. Había ideas. Esas ideas nos llevaron a prosperar como
ningún otro homínido. O sea, aquél escenario bucólico que los
detractores de la digitalización idealizan era algo que buscábamos dejar
atrás. Tendíamos a multiplicarnos y conquistar. Lo hicimos bien, y lo
hicimos nosotros. No vino una pérfida corporación a imponernos el
cálculo y la lógica. Lo de Pasteur y lo de Einstein no fue una
conspiración europea. Pedirle a esta especie que se quede en el molde es
como tratar de que el gato no se quiera comer al canario. No siempre
hacemos las cosas bien, pero no podemos dejar de intentar progresar.
Pasamos
así de las grutas a los rascacielos y hoy somos alrededor de 7500
millones. Y aunque parezca mentira hay quienes creen que las ciudades,
como el Wi-Fi o la inteligencia artificial, también están mal.
Metrópolis
No,
muchachos, las urbes no son una anomalía. Como verán en mi Manuscrito
de hoy, crecí en el campo, así las urbes no me simpatizan y, de hecho,
me he mudado hace poco a 50 kilómetros de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires para vivir rodeado de naturaleza. Pero nunca me oirán renegar de
las ciudades porque son la única forma en que, con la tecnología actual,
podemos sustentar una población de 7500 millones de seres humanos.
El
mundo pastoril con el que algunos sueñan tenía 15.000 habitantes.
Éramos unos 4 millones de almas cuando inventamos la agricultura.
Habíamos llegado a los 5 millones cuando se nos hizo necesaria la
escritura. La Grecia clásica existió en un planeta que tenía más o menos
la mitad de habitantes que la Argentina de hoy.
Hablé sobre esto
hace unos días con Fabio Quetglas, máster en ciudades y uno de los
pensadores más lúcidos que tiene nuestro país sobre la problemática
urbana (y sobre muchas otras, debo decir). Le pregunté nada más eso, si
es posible que 7500 millones de seres humanos subsistan sin ciudades,
viviendo en granjitas distribuidas más o menos uniformemente sobre el
planeta.
-No, no es posible -me dijo, sin dudarlo ni un instante-.
Habría un montón de problemas. Por algo la civilización no se
desarrolló así. Es muy difícil, y sólo podrían ser auto suficientes las
granjitas ubicadas en ese décimo de la superficie habitable del planeta
que es templada, irrigada y llana. Lo primero que nos pasaría, si ese
fuera el sistema y fuéramos 7500 millones, es que tendríamos que cambiar
algo de lo que hacemos nosotros por lo que hacen otros. Es a partir de
esa necesidad de buscar lo que no tenemos que nacen las ciudades. El
origen de las ciudades son los mercados. Esos cruces de caminos, esos
protomercados, son la demostración de que el intercambio es mejor que el
aislamiento, porque produce enriquecimiento recíproco. De ahí a la
ciudad hay un paso.
"Además, si hubiéramos vivido en granjitas
aisladas, tampoco habríamos tenido la ópera o el fútbol. Entonces, los
escenarios de dispersión son escenarios de no conflictividad, pero la
complejidad, que estimula nuestra inventiva y nuestra creatividad, fluye
del mismo manantial que la conflictividad. Si tapamos uno, tapamos el
otro. O sea, si nos vamos cada uno a su granjita para evitar la
conflictividad, vamos a tener también una sociedad menos creativa.
"Ahora,
que podríamos construir mejores dispositivos de gobernabilidad para
entornos masivos y que no está escrita la respuesta para ciudades de 30
millones de habitantes, eso es obvio."
-Pero no podemos prescindir de las ciudades.
-No,
porque eso, como dicen los italianos, sería tirar al bebe con el agua
sucia. Ahora, estar a favor de las ciudades no significa estar a favor
de todo lo que ocurre en las ciudades. En todo caso, es un debate
filosófico interesante, que se va a resolver en el próximo siglo, porque
empieza a emerger el aislamiento como algo posible. Paradójicamente,
para los que tienen ese sueño, va a ser posible gracias a la tecnología.
Los que son anti tecnológicos van a poder cumplir su sueño gracias a la
tecnología.
"Ahora bien, hasta hoy, existiendo la posibilidad
material de vivir cada vez más aislados, la tendencia es a vivir cada
vez más agregados."
-La pregunta es si eso lo decidimos o no.
-Ahí
está el punto. Lo decide cada formoseño, cada chaqueño migrante que
viene al Gran Buenos Aires a vivir de una forma que nosotros encontramos
detestable, pero para ellos vivir en el conurbano es mejor que vivir
sin agua, y lo mismo pasa con los migrantes africanos o del sudeste
asiático. La ciudad es un desastre para los que somos nietos y bisnietos
de urbanos, que a veces juzgamos un poco ligeramente esa migración
desesperada, pero para el señor que tenía que caminar 5 kilómetros para
acarrear agua, la ciudad es una bendición. Y como son muchos más los que
están dispuestos a dejar todo para venirse a la ciudad que los que
están dispuestos a dejar la ciudad para irse al campo, entonces la
tendencia es a agregarse.
¿Para qué sirve el progreso?
Tal
vez el costado más espantoso de irle a la yugular a Internet y a las
tecnologías digitales es que sus promotores desprecian el valor
fundamental del progreso. Esto es, que el más débil, el que sufre alguna
discapacidad, el que tiene más propensión hacia una enfermad o goza de
menos defensas, tenga la misma chance de sobrevivir y prosperar. Si no
deroga la ley de la selva, no es progreso. Es simple fabricación, como
la de los castores o los horneros.
Es realmente muy cool
despotricar contra los avances técnicos, pero cuando uno rasca un poco
el barniz esa clase de discurso exhibe, a mi juicio, un desagradable
tufillo discriminatorio. Suena bien hasta que una impresora 3D permite
crear la prótesis de una mano a precios accesibles.
El sofisma de
estos decires está precisamente allí, está en creer que es posible
seleccionar el rumbo del progreso. No, no es posible. Si querés
impresoras 3D, necesitás computadoras (de hecho, toda impresora es una
computadora). Si querés computadoras, necesitás cerebros electrónicos
(que han de manejarse mediante software). Si querés cerebros
electrónicos necesitás física cuántica, litografía de luz ultravioleta,
electrónica, nuevos materiales y matemática. De modo que, para volver a
ese pasado ideal sin smartphones que nos atontan ni redes globales que
nos deshumanizan (ni impresoras 3D ni prótesis accesibles), habría que
subirse a la máquina del tiempo, viajar 5000 años al pasado y decirles a
egipcios y babilonios que no se metan con eso de la matemática. Que es
algo peligroso.
Pero para fabricar la máquina del tiempo haría falta matemática. Otra paradoja.