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Taller de TIC aplicadas a la enseñanza
Blog de Profesor Mario Freschinaldi
//22 de Octubre, 2016

Está de moda hablar mal de la revolución digital.

por mariof2005 a las 08:43, en NOTICIAS para el debate

El sueño de un mundo sin ciudades y otros sofismas modernos.

Ignoro la razón. Puede haber sido este frío tardío, una llamarada solar o alguna variación en el campo magnético terrestre. La cosa es que hubo en las últimas semanas una avalancha de quejas contra las relaciones que se establecen por Internet. Por supuesto, y como se podrán imaginar, abundaron las referencias a las bondades de tomarse un cafecito cara a cara y todo el resto del folklore anti tecno.

A los detractores de todo lo que se inventó después del bolígrafo y la máquina de escribir suele llamárselos luditas. Tal denominación es a la vez injusta y desacertada. Los luditas eran trabajadores textiles que resistieron a la Revolución Industrial. Al final, y como había ocurrido muchas otras veces en la historia de la civilización, los avances técnicos prevalecieron. Pero los luditas eran personas preocupadas por su futuro laboral. En mi opinión, tomaron medidas inútiles, pero estaban sufriendo y temían por sus familias. Eso no es trivial. Si uno saca el sufrimiento humano de la ecuación técnica, perdió por completo el norte.

Muy diferentes son los que insisten, a estas alturas, con el cafecito cara a cara, con que las relaciones por Internet nos deshumanizan, con que la obsolescencia es una conspiración y otras cosas por el estilo. Esos no tiene miedo de quedarse sin trabajo. Por el contrario, explotan la tecnología oponiéndose a ella con frases como "Estamos más conectados pero a la vez más incomunicados".

La expresión me encanta, por su desfachatada mescolanza semántica. Es bastante obvio que estar conectado y estar comunicado pueden significar muchas cosas diferentes. Podés estar conectado con la naturaleza, y eso no tiene nada que ver con Wi-Fi. Es posible comunicar algo sin estar conectado. La conexión puede ser toda la comunicación que hace falta (¡uh, ahí se conectó!), y la desconexión es también una forma de comunicación (ups, se desconectó sin saludarme). Así que la trillada frase de arriba no dice absolutamente nada. Es sólo otro lema eufónico, pero vacuo.

Hay varios más, por supuesto, y me temo que no dejaremos de padecer estos lemas presuntuosos. Pero lo que me preocupa, en particular cuando la cantinela viene de individuos en una posición de autoridad, es la completa desconexión (ay, fue sin querer) con el extraordinario momento histórico que nos ha tocado vivir. Aparte de que mezclan cosas incompatibles, es grave que no comprendan lo que ocurrió cuando creamos las computadoras económicas y una Internet abierta y descentralizada. Los percibo como ciudadanos de Sumeria predicando que ese invento de la escritura va a deshumanizar el acuerdo de palabra, el franco apretón de manos.

Un Kindle en el Paleolítico

El paralelismo es revelador. Cincuenta siglos después de su invención, la escritura nos parece algo obvio, dado, indispensable. Sí, pero resulta que en el cálculo más conservador la especie humana pasó 20.000 siglos sin leer ni escribir. Primera lección: alguna vez alguien va a mirar hacia atrás y va a preguntarse cómo hicimos para vivir sin conexiones inalámbricas omnipresentes de altísima velocidad. Todavía no hemos llegado ahí, pero dentro un siglo lo van a encontrar inverosímil; el 4G va a ser la máquina de vapor de tiempos idos.

Ahora, ¿por qué pasamos tanto tiempo sin escritura, si es indispensable? Porque no era indispensable. Lo es hoy. Pero mientras fuimos grupos relativamente pequeños de cazadores recolectores, mientras no se nos dio por el comercio, los contratos, la guerra, los imperios, los cheques y los tratados, la escritura no tenía ni la más mínima utilidad. De hecho, habría sido contraproducente. En esa época se viajaba ligero, no había lugar para libros. Hasta un Kindle resultaba una carga inaceptable.

Ahora bien, ¿cuál es la principal ventaja del texto frente a la oralidad? Que deja un registro duradero. Segunda lección: toda vez que defenestran las relaciones virtuales (y los smartphones, WhatsApp, Snapchat e Internet en general), además de aparecer ante los más jóvenes como unos orates que no saben de lo que hablan, están cometiendo un error lógico imperdonable. La principal ventaja de la digitalización no es que podemos evitar vernos las caras y reemplazar sonrisas reales con emoticones, sino que ha llevado al ciudadano de a pie un poder de cómputo y de broadcasting que hace menos de medio siglo estaba reservado sólo a gobiernos y unas pocas grandes compañías. ¿Le falta el cafecito? Bueno, sí, claro, nos olvidamos de ponerle una máquina espresso a las computadoras, qué mal.

Pero hay más. Las tecnologías digitales han progresado lo bastante como para que podamos tener una charla virtual cara a cara con un grado de fidelidad que desacredita todo el runrún de las miradas, los gestos y las sutilezas expresivas. Esto ya es posible en casa, con una conexión promedio. Pronto podremos reunirnos en la realidad virtual. Pero las quejas no se harán esperar; ya están echando mano del no menos manido contacto físico. O sea que tampoco alcanzaba con hablar cara a cara; también hacía falta andar tocándose. Vaya.

Los inventos relacionados con el lenguaje conducen a futuros imprevisibles . Las civilizaciones que crearon la escritura no lo hicieron pensando en el teatro de Shakespeare, en la Teoría de la Relatividad o en WhatsApp. Pero ninguna de estas tres cosas habría existido sin la escritura. Tercera lección: mientras se lamentan de lo incomunicados que estamos, un sinnúmero de frutos de estas tecnologías aparece por doquier; algunos están destinados a modificar la trama social, nuestras costumbres e incluso tal vez la propia naturaleza humana. Ya lo están haciendo. Nos guste o no, es imposible predecir adónde vamos y cómo seremos dentro de mil años. Eso funciona con aves o dinosaurios.

Todo tiempo pasado

Algunos de los que atacan las nuevas tecnologías -con un discurso de cáscara progresista, pero de carozo reaccionario- parecen sugerir que el mundo del Paleolítico Superior era mejor que el actual porque en esa época no necesitábamos ni vacunas ni Skype. Éramos nobles y fuertes.

No sólo es un sofisma, sino que es un sofisma peligroso. Vamos a desarmarlo. Antes que ninguna otra cosa, es falso que llegamos hasta acá sin tecnologías ni fármacos. Es desmerecer al Homo sapiens original. El proverbial troglodita se vestía, se adornaba, enterraba a sus muertos, controlaba el fuego, utilizaba utensilios, fabricaba armas y practicaba formas rudimentarias, pero es obvio que adecuadas, de medicina.

Más aún, existía ya entonces la pulsión por progresar, por mejorar. Había ideas. Esas ideas nos llevaron a prosperar como ningún otro homínido. O sea, aquél escenario bucólico que los detractores de la digitalización idealizan era algo que buscábamos dejar atrás. Tendíamos a multiplicarnos y conquistar. Lo hicimos bien, y lo hicimos nosotros. No vino una pérfida corporación a imponernos el cálculo y la lógica. Lo de Pasteur y lo de Einstein no fue una conspiración europea. Pedirle a esta especie que se quede en el molde es como tratar de que el gato no se quiera comer al canario. No siempre hacemos las cosas bien, pero no podemos dejar de intentar progresar.

Pasamos así de las grutas a los rascacielos y hoy somos alrededor de 7500 millones. Y aunque parezca mentira hay quienes creen que las ciudades, como el Wi-Fi o la inteligencia artificial, también están mal.

Metrópolis

No, muchachos, las urbes no son una anomalía. Como verán en mi Manuscrito de hoy, crecí en el campo, así las urbes no me simpatizan y, de hecho, me he mudado hace poco a 50 kilómetros de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires para vivir rodeado de naturaleza. Pero nunca me oirán renegar de las ciudades porque son la única forma en que, con la tecnología actual, podemos sustentar una población de 7500 millones de seres humanos.

El mundo pastoril con el que algunos sueñan tenía 15.000 habitantes. Éramos unos 4 millones de almas cuando inventamos la agricultura. Habíamos llegado a los 5 millones cuando se nos hizo necesaria la escritura. La Grecia clásica existió en un planeta que tenía más o menos la mitad de habitantes que la Argentina de hoy.

Hablé sobre esto hace unos días con Fabio Quetglas, máster en ciudades y uno de los pensadores más lúcidos que tiene nuestro país sobre la problemática urbana (y sobre muchas otras, debo decir). Le pregunté nada más eso, si es posible que 7500 millones de seres humanos subsistan sin ciudades, viviendo en granjitas distribuidas más o menos uniformemente sobre el planeta.

-No, no es posible -me dijo, sin dudarlo ni un instante-. Habría un montón de problemas. Por algo la civilización no se desarrolló así. Es muy difícil, y sólo podrían ser auto suficientes las granjitas ubicadas en ese décimo de la superficie habitable del planeta que es templada, irrigada y llana. Lo primero que nos pasaría, si ese fuera el sistema y fuéramos 7500 millones, es que tendríamos que cambiar algo de lo que hacemos nosotros por lo que hacen otros. Es a partir de esa necesidad de buscar lo que no tenemos que nacen las ciudades. El origen de las ciudades son los mercados. Esos cruces de caminos, esos protomercados, son la demostración de que el intercambio es mejor que el aislamiento, porque produce enriquecimiento recíproco. De ahí a la ciudad hay un paso.

"Además, si hubiéramos vivido en granjitas aisladas, tampoco habríamos tenido la ópera o el fútbol. Entonces, los escenarios de dispersión son escenarios de no conflictividad, pero la complejidad, que estimula nuestra inventiva y nuestra creatividad, fluye del mismo manantial que la conflictividad. Si tapamos uno, tapamos el otro. O sea, si nos vamos cada uno a su granjita para evitar la conflictividad, vamos a tener también una sociedad menos creativa.

"Ahora, que podríamos construir mejores dispositivos de gobernabilidad para entornos masivos y que no está escrita la respuesta para ciudades de 30 millones de habitantes, eso es obvio."

-Pero no podemos prescindir de las ciudades.

-No, porque eso, como dicen los italianos, sería tirar al bebe con el agua sucia. Ahora, estar a favor de las ciudades no significa estar a favor de todo lo que ocurre en las ciudades. En todo caso, es un debate filosófico interesante, que se va a resolver en el próximo siglo, porque empieza a emerger el aislamiento como algo posible. Paradójicamente, para los que tienen ese sueño, va a ser posible gracias a la tecnología. Los que son anti tecnológicos van a poder cumplir su sueño gracias a la tecnología.

"Ahora bien, hasta hoy, existiendo la posibilidad material de vivir cada vez más aislados, la tendencia es a vivir cada vez más agregados."

-La pregunta es si eso lo decidimos o no.

-Ahí está el punto. Lo decide cada formoseño, cada chaqueño migrante que viene al Gran Buenos Aires a vivir de una forma que nosotros encontramos detestable, pero para ellos vivir en el conurbano es mejor que vivir sin agua, y lo mismo pasa con los migrantes africanos o del sudeste asiático. La ciudad es un desastre para los que somos nietos y bisnietos de urbanos, que a veces juzgamos un poco ligeramente esa migración desesperada, pero para el señor que tenía que caminar 5 kilómetros para acarrear agua, la ciudad es una bendición. Y como son muchos más los que están dispuestos a dejar todo para venirse a la ciudad que los que están dispuestos a dejar la ciudad para irse al campo, entonces la tendencia es a agregarse.

¿Para qué sirve el progreso?

Tal vez el costado más espantoso de irle a la yugular a Internet y a las tecnologías digitales es que sus promotores desprecian el valor fundamental del progreso. Esto es, que el más débil, el que sufre alguna discapacidad, el que tiene más propensión hacia una enfermad o goza de menos defensas, tenga la misma chance de sobrevivir y prosperar. Si no deroga la ley de la selva, no es progreso. Es simple fabricación, como la de los castores o los horneros.

Es realmente muy cool despotricar contra los avances técnicos, pero cuando uno rasca un poco el barniz esa clase de discurso exhibe, a mi juicio, un desagradable tufillo discriminatorio. Suena bien hasta que una impresora 3D permite crear la prótesis de una mano a precios accesibles.

El sofisma de estos decires está precisamente allí, está en creer que es posible seleccionar el rumbo del progreso. No, no es posible. Si querés impresoras 3D, necesitás computadoras (de hecho, toda impresora es una computadora). Si querés computadoras, necesitás cerebros electrónicos (que han de manejarse mediante software). Si querés cerebros electrónicos necesitás física cuántica, litografía de luz ultravioleta, electrónica, nuevos materiales y matemática. De modo que, para volver a ese pasado ideal sin smartphones que nos atontan ni redes globales que nos deshumanizan (ni impresoras 3D ni prótesis accesibles), habría que subirse a la máquina del tiempo, viajar 5000 años al pasado y decirles a egipcios y babilonios que no se metan con eso de la matemática. Que es algo peligroso.

Pero para fabricar la máquina del tiempo haría falta matemática. Otra paradoja.

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Héctor Mario Freschinaldi

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En un mundo donde los cambios se suceden vertiginosamente, incluso los tecnológicos, es menester asimilar las nuevas tecnologías para su aplicación inmediata y a futuro.

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