Psico
Desde
que empezamos a usar al buscador como un disco externo enchufado al
cerebro, la necesidad por memorizar disminuyó considerablemente.
Son las 7.05 y
apenas puedo abrir los ojos. Me invade el malhumor pero salgo corriendo
para el trabajo. Camino rápido y pienso, me hablo y sobre todo recuerdo.
Recuerdo mi cara, mi agenda, mis amigos, mis deberes, mis deudas, la
ropa sucia. Recuerdo el camino para llegar a la estación de subte.
Recuerdo las baldosas flojas. Recuerdo todo, hasta las caras de los
porteros y las razas de los perros amontonados como un racimo de ganas
reprimidas por su paseador.
Recuerdo quién soy pero lo afirmo en cada segundo que me recuerdo. Pero, ¿cuál era la capital de Rumania?
Allí me freno y muevo los ojos en una búsqueda inconsistente y, ahí
nomás, me frustro. Antes de angustiarme, saco mi teléfono súper
inteligente y obtengo toda la sabiduría en escasos segundos. ¿Qué buena y
útil es la tecnología, no?
Para
poder resolver esta pequeña pregunta tenemos que saber que todos esos
recuerdos están en el cerebro y que suena bastante lógico creer que está
bueno conservar la memoria.
Entonces, ¿cómo afecta Google a nuestra memoria? La respuesta se llama "memoria transactiva”.
La
memoria transactiva postula que cuando dos personas entablan una
relación duradera y se conocen mucho (onda pareja, familiares, amigos,
etc.) forman un sistema de memoria en común, una memoria compartida
denominada precisamente memoria transactiva. Esta hipótesis hace
referencia a la capacidad de dividir la ardua tarea de recordar
información compartiendo recursos. Es decir que, tácitamente y a fin de
ahorrar espacio en la memoria, "uno se encarga de las fechas de
cumpleaños y el otro de la lista del supermercado". De esta manera tan
simple ahorramos recursos energéticos impidiendo la duplicación de la información. Una estrategia excelente a fin de limitar el uso de nuestras redes neuronales.
Y es todo lindo el amor, hasta que Google...
Aunque
sintamos inofensiva esa hermosa sensación de cantar de memoria la
formación de Polonia del Mundial ‘74 mientras pispeamos de reojo el
celular, la tecnología nos afecta. Y por sobre todo a
nuestra memoria. Desde que todos nosotros colocamos a Google como aliado
en nuestras vidas, cual disco externo enchufado al cerebro, la
necesidad por memorizar disminuyó considerablemente. ¿Para qué recordar
fechas de cumpleaños si tenemos una agenda digital que nos avisa? ¿Para
qué intentar retener nuestras tareas diarias si tenemos aplicaciones que
nos organizan? ¿Para qué recordar un camino si tenemos GPS?
Saber
que nuestro cerebro tiene una novia digital que puede almacenar miles
de millones de datos y que la disponibilidad sólo requiere escasos
segundos nos quita la enorme responsabilidad de guardar recuerdos,
por lo tanto evitamos esforzarnos innecesariamente. Este extraño
comportamiento marital de información compartida tiene efectos tan
severos que hasta podría explicar la insoportable sensación de vacío que
genera un divorcio.
En resumen, no adquirimos, no aprendemos y
no consolidamos, básicamente por una razón tan simple como la vagancia.
Para evitar una autocrítica tan mundana podríamos argumentar que dicha
adaptación tecnológica nos puede permitir ganar más espacio y recursos
para otras tareas. Error: lo único que ha mejorado es nuestra habilidad para encontrar más información,
otra razón para justificar nuestro matrimonio por conveniencia
energética con Google. Seguramente la forma más tecno de perpetuar un
círculo vicioso neurodegenerativo. Una potencial ventaja adaptativa que
podríamos usar para ser mejores, pero la usamos solamente para hacer
menos pero en una de esas, no, y la culpa no es de Google, sino del que
le da de olvidar.
Nicholas Carr: “La tecnología puede desafiarnos y mejorarnos o volvernos criaturas pasivas”
Por Zuberoa Marcos | JC Rodríguez Mata
Un grupo de amigos en un bar. Hablando de cine apasionadamente. Uno
de ellos, con esa vehemencia que aporta estar acodado en una barra caña
de cerveza en mano, afirma, es un decir, que la primera película de
Robert De Niro fue El Padrino II. Y crecido por el efecto de
sus palabras, argumenta que en su opinión se trata del debut más
brillante de la historia del cine. O un lunes cualquiera, frente a la
máquina de café de una oficina cualquiera. En corrillo varios compañeros
comentan la jornada futbolística del día anterior. Y hablan de un hat
trick asombroso de Messi. Entonces el tipo de siempre, ese que parece
saberlo todo, asegura que se trata de la primera vez en el campeonato
que alguien mete tres goles de falta directa. Todos hemos vivido escenas
más o menos similares. Situaciones cotidianas que hace años se habrían
resuelto con ejercicios de memoria colectiva, alguna que otra discusión,
y muchos argumentos para defender cada postura. Hoy, en cambio, en
cuanto alguien saca un dato a relucir, todo el mundo echa mano del
bolsillo y corre a consultarlo a Internet. Se acabó la polémica… y la
diversión.
Esta costumbre de sacar la memoria del cerebro para
dejarla en el bolsillo, fue una de las causas -no la única- que llevó a
Nicholas Carr a publicar en el verano de 2008 en la revista The Atlantic
su ya famoso y controvertido artículo titulado ¿Está Google haciéndonos estúpidos?. El
texto, no podía ser de otra forma en un mundo conectado, circuló a gran
velocidad. Puede incluso que muchos tuvieron acceso al mismo a través
del efectivo agregador de noticias que servía de reclamo en el llamativo
titular. Y Carr consiguió lo que se proponía: llamar la atención sobre
cómo las nuevas tecnologías están afectando a la forma en que trabaja
nuestro cerebro. Para Carr, la tendencia generalizada a volvernos más
mecánicos permitiendo que sean los ordenadores -el software en general-
quienes resuelvan los problemas complejos y dicten lo que debemos hacer o
pensar, nos afecta negativamente. Su teoría, que expuso en un libro
titulado Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?
(con el que fue finalista del premio Pulitzer), es un desafío a las
utopías tecnológicas que dibujan un futuro idealizado gracias a las
máquinas.
Aunque Carr ha sido tachado de agorero y criticado por
quienes prefieren no cuestionarse cuál es el uso adecuado de la
tecnología, sus sólidos argumentos deben ser tenidos en cuenta. Sobre
todo porque no se trata de un furibundo talibán que quiera arrasar con
los avances logrados. De hecho, el propio Carr, en otros libros ha
cantando las ventajas de las modernas redes de comunicaciones comparando
su importancia con la electricidad. Se trata, más bien, de una voz de
alerta que intenta situarnos ante una disyuntiva interesante: “Yo creo
que tenemos una importante elección cara al futuro. ¿Exigimos a las
tecnologías que utilizamos que nos desafíen y que nos mejoren, que
expandan y amplíen lo que hacemos. O nos volvemos criaturas cada vez más
pasivas que se limitan a dejar que los ordenadores lo hagan todo, que
nos entretengan, que nos distraigan?”. Por cierto, cuando Robert De Niro
interpretó al joven Vito Corleone ya había aparecido en una docena de
películas.