Cómo una escena de la última película de
Bourne sirve de ejemplo sobre el uso de los datos de los ciudadanos por
parte de los gobiernos.
Por Natalia Zuazo
"Me quiero salir de esto", dice el joven CEO de la
compañía de social media que se hizo millonario con el dinero que el
Estado le dio para fundar su empresa, a cambio de entregar toda la
información de sus usuarios al capo de la CIA, y al gobierno de su país.
"Ya es tarde", responde Dewey, el jefe de los espías, que tampoco puede
prescindir de los datos en tiempo real que les entrega a sus servidores
Deep Dream, la red social que todos los usuarios aman, pero de la que
desconocen esa "puerta trasera" que los mantiene monitoreados las 24
horas. La escena es de la última entrega de la saga Bourne, donde tras
las persecuciones majestuosas, Matt Damon y sus protagonistas nos dicen
algo del mundo. En este caso, la moraleja se nos hace cercana: "Una vez
que tus datos están en manos de otros, es difícil controlar qué hacen
con ellos".
La noticia que nos trajo el miedo a la puerta fue la
decisión de la Jefatura de Gabinete argentina, a cargo de Marcos Peña,
de firmar un acuerdo con Anses para que el gobierno pueda utilizar su
enorme base de datos para "comunicarse mejor con los ciudadanos". De
inmediato, se generó el debate, no solo entre los opositores a la
gestión de Cambiemos, sino también entre algunos de sus votantes, que a
su vez expresaron una incomodidad frente al "velo corrido" de ser
expuestos ante la administración estatal. Fue uno de esos momentos de
los que salimos de ese letargo donde cedemos todos nuestros datos sin
preguntar a quién (privado o público).
La última vez que nos preocupamos por la privacidad de
nuestros datos fue a partir de las revelaciones de Snowden en 2013,
cuando el ex consultor de la Agencia Nacional de Seguridad de Estados
Unidos mostró cómo la agencia recolectaba masivamente datos de los
ciudadanos en cooperación con empresas privadas. El efecto fue positivo:
el tema se instaló como preocupación. Algunas personas comenzaron a
indagar en las preferencias de sus aparatos, a usar medidas de
seguridad; las empresas adoptaron un marketing de la privacidad que
beneficia a sus usuarios, y los gobiernos, hoy más expuestos, toman
algunas medidas (al menos públicamente) en el tratamiento de los datos.
En el caso de Argentina, en cada clase de facultad, charla pública o
presentación en las que expongo sobre estos temas, surge un comentario:
"Bueno, pero no nos centremos solo en cómo las empresas privadas usan
nuestros datos; acá en Argentina nos podían espiar a través de la
tarjeta SUBE". Suelo responder que sí, el caso de la SUBE tuvo un fallo
de seguridad por el cual quedaron al descubierto datos de las personas
que la usaban. Pero también muestro otros casos de recolección de datos
del Estado que tenemos que mirar: el sistema de datos biométricos Sibios
y los datos que recaba cada municipio con las cámaras de seguridad,
entre otros. También, que un Estado no puede funcionar sin información
de sus ciudadanos, y no puede ser el mismo que hace 40 años. La
tecnología cambia y los datos son cada vez más y más precisos. Nos
facilitan hacer trámites, sacar turnos, procesar la información. El
punto es cómo se manejan esos datos, quién los maneja y, sobre todo,
quién controla a aquellos que manipulan nuestros datos. En esto,
Argentina solo es uno más en el mundo de los países que tienen que
resolver ese punto. Con la posibilidad de obtener, procesar y manipular
cada vez más información en tiempo real, se facilita la administración
pública, pero también se genera un nuevo problema: cómo hacer eso
respetando los derechos de las personas.
Argentina y la mayoría de los países modernos tienen
leyes de protección de datos personales. La nuestra, sancionada en el
año 2000, nos protege bastante bien de los abusos que las empresas
privadas puedan hacer de nuestros datos. Sin embargo, todavía establece
excepciones y permite que las distintas agencias del Estado compartan
datos de los ciudadanos, firmando convenios entre sí. Es decir: toma
todo el Estado como una gran empresa, donde cada ministerio o agencia es
un "compartimiento". La preocupación actual entonces es válida: la
Secretaría de Comunicación maneja no solo los mensajes de la gestión
diaria, sino también mails, redes sociales, llamadas y SMS durante las
campañas políticas. Si el equipo al frente de las dos tareas es el
mismo, ¿quién evita entonces que los datos no se traspasen con
discrecionalidad? Cambiemos es el primero que domina el marketing
digital tanto en campaña como en gobierno. Eso no es necesariamente malo
(al contrario, habla mal de quienes no lo hicieron bien antes) si se
hace con límites y bajo la ley.
La voluntad de control de la información no tiene partido
político ni ideología. Sin embargo, se hace más irresistible de
controlar cuantos más datos se producen en tiempo real. Pero si la
posibilidad de aprovechar los datos existe, también existiría, por
ejemplo (y dando una idea a los funcionarios), la opción de preguntarle a
la gente si da el consentimiento para ofrecer sus datos para enviarle
información, qué tipo de noticias quiere recibir o si no quiere recibir
ninguna. Como ciudadanos, y personas, tenemos derecho a "estar solos", a
no querer ser bombardeados con mensajes las 24 horas o a recibirlos de
parte de los organismos a los que confiamos nuestros datos. Esa también
sería una gran medida de transparencia, que además ubicaría al ciudadano
en el centro de las decisiones.
Este debate, como así también el de si debemos reformar
la ley de datos personales (como acaba de hacer la Unión Europea
poniendo a la gente antes que las empresas y los gobiernos), es una
oportunidad de pensar en el futuro. También, de volver a pensar con más
cuidado sobre lo que cedemos de nuestra vida, esos intercambios diarios
de privacidad que dejamos en manos de otros. Si esa discusión se da
fuera de la paranoia, será un negocio para nosotros como ciudadanos y
para los gobiernos, que tendrán una confianza real en que la
transparencia no sea solo un eslogan, sino una realidad llevada adelante
por leyes. El norte no es dejar de ser modernos o modernizar el Estado.
El objetivo es serlo, pero no perder en el camino los derechos que ya
conquistamos. El otro camino es el oscuro, el de Bourne. Pero estamos a
tiempo de no tomarlo.